EN
aquella casa de la urbanización playera, vamos a
poner Sotogrande para no dar pistas, había ese
silencio que sólo existe en las casas de los
ricos. En aquella casa de la urbanización
playera, vamos a poner Guadalmina para
despistar, había ese silencio centroeuropeo que
da el dinero. La dueña de la casa había invitado
a cenita simpática a un grupo de amigos. Estaban
ya en el café y el menta poleo de la terraza de
blancos butacones. Copas y charlita. Salieron a
relucir, cómo no, los Príncipes de Asturias. Los
presentes eran de la pretendida antigua
observancia monárquica, pero de la secta de los
que largan. Para abreviar: de los que les
pareció mal en su momento que el Rey legalizara
el PCE. Pusieron a Doña Letizia como se suelen:
como no quieran dueñas. Y del Príncipe, ni te
cuento lo que largaron.
Estaba en la
tertulieta, café y habano encendido, jamando
partida, un viejo monárquico. De los de Estoril.
De los viejos liberales del Conde de Barcelona.
Tratábase de un notario jubilado de Madrid, que
durante la cena había dado un recital de ingenio
y agudeza, dominador de ese bien ya casi tan
escaso como el agua que es el arte de la
conversación. Su brillante locuacidad en la mesa
se había trocado en mutismo evidente y patente
durante los cruces de invectivas, chistes de
Sabina y mal gusto, y cuchufletas varias contra
la Princesa de Asturias.
Al verlo tan
callado, la dueña de la casa trató de
sonsacarlo:
-Hay que ver lo
callado que te has quedado de pronto -le dijo-,
con lo ocurrente que has estado en la cena. Que
queremos saber tu opinión: a ti, ¿qué te parece
Letizia?
Y el viejo
monárquico, muy serio, sentenció:
-Pues me parece
que Doña Letizia es la Princesa de Asturias y
punto.
Se hizo
inmediatamente un silencio de culpabilidad. Un
silencio de casa rica, rica, rica. Y empezaron a
hablar del tiempo y de las cenitas simpáticas
que quedaban en otras casas de amigos para las
venideras noches bajo las estrellas.
Aparte de un
señor, el notario jubilado de Madrid, al que
recuerdo en aquella ejemplar lección de lealtad
a la Institución con una sola frase, se me
aparece ahora como un adivino. En los recientes
y dolorosos acontecimientos de la trágica muerte
de «su hermana pequeña», a muchos nos ha
parecido lo mismo que al jubilado notario,
monárquico de Estoril: que Doña Letizia es la
Princesa de Asturias. Bastante Princesa de
Asturias. Ha superado la reválida cíclica y
permanente a que en España sometemos a las
personas reales. Hay republicanotes que dicen
que es mejor elegir un presidente cada cierto
número de años, compareciendo en las urnas.
Hasta frente a ese argumento sale triunfante la
Institución Monárquica: a los Reyes, los
Príncipes y las Infantas se les exige un mayor
control de calidad. Tienen que pasar la ITV cada
día, comparecer a cada instante ante las urnas
de la opinión pública. En la España que se
proclama mayoritamente «juancarlista», del Rey
abajo todos los miembros de la Real Familia han
de aprobar cada día la selectividad. Su
Majestad, como sacó «cum laude» en el discurso
televisado con que paró el 23-F, tiene ya
aprobado por curso. Pero a los Príncipes de
Asturias se les exige que superen la
selectividad diaria. Doña Letizia ha superado
ahora, y a qué precio de dolor, su reválida de
Princesa de Asturias. Desde la muerte de Lady
Di, al pueblo republicanote y juancarlista le
encanta que sus Reyes se peguen unas pechadas de
llorar importantes, que sean humanos, «como
nosotros». Se exige que el solemne
distanciamiento de la magia de la Monarquía sea
sustituido por la identificación y cercanía con
el pueblo. A los Reyes, que antes eran educados
para no expresar sus sentimientos en público,
ahora se les exige que salten al corear el gol
de la selección de fútbol; que se rompan las
manos aplaudiendo; que besuqueen y abracen a los
artistas. Que lloren. Que no sean como los Reyes
siempre fueron, sino como nosotros queremos que
sean. Doña Letizia se ha aprendido tan bien su
oficio a la española y aprobado con tan buena
nota esta reválida del dolor, que nos ha hecho
ver, en vivo y en directo, las mismas lágrimas
de Doña Sofía cuando el Yakolev o el 11-M. Como
el viejo notario monárquico, cada vez tengo más
claro que Doña Letizia es la Princesa de
Asturias. Y punto.