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El Recuadro   

 El fútbol será sin goles

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El otro crimen de las estanqueras

 

Las esquelas mortuorias son breves tratados de sociología parda sevillana. Novelas que nunca serán escritas. Páginas del Gatopardo de Sevilla en escritura automática. Lees los nombres de los dolientes y te salen hasta coplas de la Piquer: no viene la otra, la otra, que no tenía un anillo con una fecha por dentro, aunque todos la conocían. Y bajo los nombres del difunto, los títulos de grandeza que la ciudad concede, los motes del pueblo grande que Sevilla lleva dentro: «Bético hasta la muerte», «Currista de toda la vida», «Socio número tal del Sevilla F.C.», «Hermano número 1 de la hermandad de...». Venía el otro día en ABC una de estas esquelas que te levantan el plano 1:50.000 del alma de Sevilla. La papeleta de defunción de una señora bajo cuyo nombre ponía: «Estanquera de la calle Pureza». De la calle Larga, que diría un trianero viejo, de los que hablan de su geometría sentimental de la calle Larga y de la calle Ancha.
Mucho presumir de protección a las minorías desvalidas y maltratadas, pero ha llegado la Ley Antitabaco y nadie ha defendido los derechos de los estanqueros. Abandonados a su suerte por la moda americana de ir contra el tabaco. ¿Cuántos estancos han cerrado en Sevilla en los últimos años? Cada vez que paso por su puerta en la calle Sierpes me acuerdo de la pequeña Habana del estanco Corpas, oloroso de vegueros, de raros y exquisitos tabacos rubios turcos o ingleses, hechos como para que los fumaran las tanguistas del Kursaal. Cada vez que paso por el estanco de la Avenida, donde sigue su hijo, me acuerdo de Rafael Conde, que cuando la novena cogía la escoba y barría la puerta del Baptisterio de la Catedral en honor de su Virgen de los Reyes. Y en la Borceguinería me encuentro con la sonrisa de la estanquera de Mateos Gago vendiendo postales a los turistas. Y salen las carretas de Triana y me acuerdo de las estanqueras de la calle San Jacinto, tan clásicas como el sombrero de alancha de Astolfi en versión de especiales al cuadrado o de cuarterones de tabaco negro del Cubanito.
En la muerte de la estanquera de la calle Pureza, os evoco ahora, viejos estancos de caldo de gallina y papel de pagos al Estado, el mundo sepia de hojas de sellos del Caudillo, expendedurías de recado de escribir a los quintos en Cerro Muriano, azules sobres, cartas pautadas con las rayas de los palotes escolares. Los viejos estancos olían a nicotina, a papel engomado, a algodón de mecha de los yesqueros, a humedad de la esponjita rosácea en la que iban mojando los sellos.
Las estanqueras arrastraban injusta fama de poco favorecidas por la belleza y la fortuna, viudas de una eterna guerra inacabada. Jugábamos de niños a espadachines de Cine Alfarería con tizonas de madera, y siempre la hermana de un amigote nos advertía del peligro:
-Ten cuidado, que me vas a saltar un ojo, y me vas a tener que poner un estanco.
Yo hoy quiero ponerle un estanco a aquella Sevilla lenta y provinciana a la que dejó tuerta la Ley Antitabaco. Los estancos, como las puertas de los cuarteles con su «Todo por la Patria», eran la más cercana idea del Estado, con su muestra con los colores de la bandera de España. Eran el Estado: las culebrillas de las letras para comprar a plazos la radio Marconi en Créditos Rucas o la bicicleta en Artemán o en Gaytán; el papel de pagos; las primeras quinielas del Patronato de Apuestas Mutuas Deportivo-Benéficas; los timbres móviles para las instancias del «Por Dios, por España y la Revolución Nacional-Sindicalista».
Todo se conjuró contra los estancos, contra la sonrisa de las estanqueras, contra los estanqueros que nos parecían como veteranos de una guerra de Cuba de donde hubieran venido licenciados con la saca de tabaco de petaca a cuestas. La Ley Antitabaco acabó con el chesterluqui americano; el fax y el correo electrónico, con los sellos y las cartas; en vez de letras se firman pagarés. Sólo los salva el papel de fumar para los cigarritos de la risa. Las leyes represoras, las máquinas de los bares y las nuevas formas de vida han acabado con los estancos. Esto sí que ha sido el verdadero crimen de las estanqueras, y no el ensangrentado cuchillo de El Tarta en la expendeduría de la Puertalacarne.

 

 

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