Por vacaciones, "Memoria de Andalucía" dejará
de publicarse durante el verano, volviendo a comienzos de septiembre. Feliz verano a todos
los lectores
Manuela la del puesto vendía los helados que ella misma hacía
en su casa. Algunas tardes, antes de que con su pregón se acabara solemnemente la siesta
en el pueblo serrano del veraneo, íbamos a verla hacer los helados. Era una mágica
barrica de corcho, sobre la que tenía colocada una manivela con la que dos aspas daban
dentro vueltas a la dulce melaza del helado de vainilla, oloroso y amable, como el
barrunto de aquel pregón que poco después estaría por las esquinas proclamando la hora
del paseo de la tarde, pescadoras recién planchadas y bicicleta con guardabarros
niquelados:
--- ¡ Hay mantecado helado,
qué riquillo es...!
Era un prodigio acercarse a
que despacharan un helado de aquella barrica artesanal. Manuela tenía una maquinilla
prodigiosa, casi como la del barbero que nos había pelado antes de irnos de veraneo para
que el niquelado nos durara hasta septiembre. En aquella maquinilla, con el mismo cuidado
con que el cura extendía los corporales sobre el altar antes de empezar la misa, Manuela
colocaba una galletita en el fondo del cuadrado que en su interior hacía. Luego, muy
ceremoniosamente, teniendo la maquinilla en una mano, con la otra metía en la barrica de
corcho de la heladera una espátula, con la que cogía una pella de mantecado, dulce
albañilería con la que rellenaba el hueco de la maquinilla, hasta que le ponía encima
otra galleta cuadrada, como la que antes había colocado en el fondo, un golpe maestro en
el resorte que había en el puño y, zas, allí estaba nuestro breve, sabroso mantecado
helado, qué riquillo era cuando se nos deshacía en los labios la galleta que sabía como
la hostia consagrada de la obligatoria comunión de los viernes en el colegio...
Tanto nos maravillaba la
heladera y la maquinilla de hacer helados de Manuela, que con una caja de cerillos
jugábamos a hacerlos. La caja de cerillos de Fosforera Española puesta de canto era la
maquinilla del helado. Bastaba con abrir la caja por uno de los lados y rellenarla con
arena del piso del paseo, remojada. Un cartoncito de otra caja de cerillos hacía de
galleta. Un cartoncito abajo, un poco de arena mojada, otro cartoncito arriba, y se le
daba a la caja de cerillas como si se abriese la dulzona y olorosa maquinilla de los
mantecados de Manuela. La primera vez que estuve en San Juan de Puerto Rico, cuando oí
que en sus rodantes puestecillos de campanillas los vendedores de piraguas y de helado
pregonaban el mantecado, me acordé de pronto de Manuela y de nuestros juegos con las
cajas de cerillos de la Fosforera Española. Era el mismo olor de aquellos atardeceres de
la sierra el que el vendedor de piraguas y mantecados, con las campanillas en su carrillo
de mano, el que de golpe llegó con la memoria desde el otro lado del mar y del tiempo...
Pero el mantecado helado de la
barrica de corcho, donde una cubeta flotaba entre trozos de barras de nieve, era una
antigüedad. Como nos sabíamos el Bayón de Ana y cantábamos que a lo loco es
una frase que está de moda, que está de moda, lo nuestro era el helado al corte. El
paso de la infancia a la juventud era, en cierto modo, el abandono del mantecado helado de
la barrica de corcho y la maquinilla y la llegada gozosa al mundo de los puestos modernos
con tanque eléctrico, donde como en un cofre de tesoros guardaban los bloques de helados
al corte. Nosotros habíamos conocido todavía aquellos puestecillos de helados instalados
en carrillos de mano, con dos relucientes conos de metal que abrían el secreto del
mantecado de vainilla y el de fresa... Aquellos carrillos de helados que tenían una
toldilla en la que siempre estaba inscrito el nombre de la procedencia alicantina de aquel
hombre vestido de blanco con tan extraña habla: La Ibense. Ibi se quedaba solo,
porque se venían todos los alicantinos a vendernos helados. Pero como ya nos íbamos a
poner pantalón largo el domingo de Ramos, preferíamos Frigo-Ilsa y el helado al corte.
Que tenía otro rito. Era una muchacha la que los despachaba. Abría la tapa del tanque,
de la que salía una vaharada de frescor y sacaba una lata con un asa, que tenía la forma
del bloque. Maravilla elemental de gustos. De un gusto, de dos gustos y de tres gustos. De
dos gustos, vainilla y chocolate o vainilla y fresa. De tres gustos, siempre vainilla,
fresa y chocolate... Y aquel rito. De una cubeta con agua, tomaba un ancho cuchillo sin
amolar, colocaba una galleta en el borde del bloque, lo partía por las rayas que ya
traía hechas, lo separaba a modo de espátula con el cuchillo sin filo, le colocaba otra
galleta, y nos lo daba:
-- Son tres pesetas...
Tenían los puestos de helado
al corte una medida inflexible, que nos encantaba ver cuando sacaban un bloque nuevo para
ponerlo en aquellos soportes de latón. Era como un inflexible acordeón metálico, con un
acanalado de hojillas que señalaban el grosor exacto para el corte. Como en un herradero
de helados, ponían aquel medidor sobre el bloque, y quedaba marcado con el tamaño exacto
que había de tener cada uno de los cortes. Por mucho que la requebráramos, la muchacha
de los helados al corte siempre los daba finitos, finitos, finitos, guiada por aquellos
pelos y señales del herradero... Nosotros ansiábamos un helado al corte gordo, como el
que se compró un día Paco Cuento, que como era de la Macarena, se camelaba a la niña
del puesto:
--- Si te doy un duro, ¿me
pones dos cortes juntos?
Y se los puso... Pero nunca
más volvimos a ver aquella maravilla. Era encima de tres gustos. Vainilla, fresa y
chocolate...