No sé por qué, siempre he pensado
en Miguel Hernández cuando he visto a Pepe Hierro, cuando he leído los poemas de Pepe
Hierro. Sí, claro, sé por qué. Porque Pepe Hierro era como un Miguel Hernández que no
hubiera muerto en la cárcel y que pudiera haberse ido a Santander a seguir escribiendo
libros de versos para la colección Cantalapiedra, para que pudiera ganar el Adonais.
Porque, para nosotros, Pepe Hierro seguía escribiendo nanas para dormir a un preso,
terribles carceleras de la literatura española donde hay un Hernández que viene a
Sevilla, que llama a puertas amigas que no le dan posadas y se tiene que ir al
prendimiento seguro de la frontera de Portugal, y hay un Pepe Hierro que cumple condena,
mientras Buero Vallejo pinta el retrato de Miguel, mientras siguen sonando las nanas de la
cebolla para los presos que luego escribirán libros a los que tendrán el valor civil de
ponerle por título el nombre de la alegría.
Pepe Hierro. No don José Hierro, ni José Hierro, sino
Pepe. Cercano Pepe Hierro. La gaviota sobre el pinar. La mar resuena. No puede ser don
José. Será siempre Pepe. Un Pepe afectivo, no despectivo, que hay en literatura
diminutivos que son dagas: Manolo Machado, Manolito Chaves Nogales. El Don José quedaba
para Pemán, que Hierro era Pepe, como Pepe Caballero era siempre Pepe, que José
Caballero sonaba a lorito de película de Walt Disney con samba de Carmen Miranda. Vimos
muchas veces a Pepe Hierro por Sevilla, lecturas de poemas del Club La Rábida. O por
Huelva, cursos de poesía española contemporánea en La Rábida. Lo conocimos luego en
Madrid, en el Ateneo de Florentino Pérez Embid y en su Estafeta Literaria, donde
Pepe Hierro era un símbolo de la España posible de la reconciliación que empezaba a
existir gracias a la literatura, a sus poemas en Ínsula, a la colección Adonais.
Siempre poeta, por humano. Las niñas de Filosofía y Letras quedaban deslumbradas por
Pepe Hierro. Entendían que un poeta era un tío cursi, y afectado, siempre escuchándose
la salud y la palabra, blandeando de hombre, y llegaba Pepe Hierro a leer sus poemas y era
un tiaco con cara feroz, intencionadamente pelón para proclamar que no tenía ni un pelo
de tontito, con planta de forzudo de lucha libre americana o de levantador de pesos.
Levantador de pesos era, el peso de la humanidad, de los sentimientos. "No es verdad
que tú hayas sufrido,/ son cuentos tristes que te cuentan".
Y aquel Pepe Hierro de aquellas lecturas con tanta fuerza
de hombre en los versos recios y cántabros nos pintaba nada menos que el frío en los
huesos de los andaluces, del hambre de los andaluces, de las penas de los andaluces. Leía
Pepe Hierro su poema carcelario, no es verdad que tú hayas sufrido, y por el patio de la
prisión, las manos en los bolsillos, la derrota en el alma, pasaban los republicanos
andaluces del Dueso, de Burgos, de Ocaña. En sólo cinco palabras, Pepe Hierro daba la
descripción de la triste alegría de todo un pueblo: "Los andaluces, ojú, qué
frío..." No qué terrible frío, que hondo frío de España, sin el sol de nuestros
olivares, sino una sola exclamación: ojú, que frío... En esta mañana andaluza de frío
me llega la alegría del premio Cervantes a aquel Pepe Hierro del "ojú, qué
frío" para describir a los andaluces. Con las manos en los bolsillos, con las
humedades del tiempo, me acuerdo de aquella lejana lectura de poemas. Esas solas cinco
palabras se merecen el Cervantes. Por eso proclamo: Pepe Hierro, premio Cervantes... Ojú,
qué alegría...