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Antonio Burgos: Jazminez en el ojal

 

La frutería de Ayala

 

OTROS PROVINCIANOS, cuando van a Madrid, llevan a los niños a ver el musical de moda, visitan la exposición temporal de campanillas que haya en El Prado o en el Reina Sofía, acuden a las rebajas de Loewe, buscan un libro agotado en las casetas de la cuesta de Claudio Moyano, o simplemente van a dar cuenta de algo tan sencillamente insuperable como unos huevos estrellados en los manteles de Lucio. Los provincianos que subimos a Madrid, como antes los que bajaban a las almadrabas del Estrecho, vamos a por atún y a ver al duque... o una exposición en Conde Duque.

Cumplo con ese rito cultural madrileño de los provincianos cada vez que puedo, que no es siempre. Hay días en que el asunto que te lleva te impide hacer nada que no tenga que ver con los mandados que te ocupan o con ese terror llamado almuerzo de trabajo, en el que ni se trabaja ni se almuerza. Puede, por tanto, que se me vaya alguna exposición, aunque queda el consuelo de que una buena librería especializada en asuntos de Arte acabará trayéndome por encargo el catálogo. De las efímeras exposiciones, a lo Quevedo, solamente permanece y dura el catálogo con el prólogo de Jonathan Brown.

Aunque tenga que echar el día intentado ver en su despacho a dos señores cuya única importancia es que están en Madrid: en Albacete o en Palencia los quisiera yo ver... Aunque el almuerzo de trabajo se retrase en la sobremesa hasta el punto de que dan las 6 y el convocante te diga:

-- Bueno, en vista de que no hemos podido hablar de ese asunto pendiente, no dejes de llamarme cuando vengas otro día, para ver si nos vemos en mi despacho un momento y arreglamos eso de una vez, que por parte de nuestra no hay el menor inconveniente...

Aunque tenga en contra los cuatro elementos y los cuatro vientos, de lo que no me privo cuando voy a Madrid es de acercarme por el barrio de Salamanca para contemplar una exposición única en España, que no viene en las agendas culturales de los periódicos, ni la recomiendan las revistas de orientación turística con mucho anuncio de tienda de pieles que te encuentras en el cuarto del hotel. Saco el tiempo de donde puedo para llegarme a ver la frutería de la calle de Ayala. No hace falta comprar nada, porque tampoco es cosa de volver en el avión o en el tren como iban los isidros a Madrid, cargados de bolsas de comida... Voy a la frutería de Ayala para detenerme en la acera y gozarme en un verso de Góngora: "El discreto y dulce oficio de mirar". Ni la mejor composición de Giuseppe Arcimboldo le llaga a la frutería de Ayala a la cesta de avellanas que está ahí, con el color único de octubre, como si en esta primavera que viene por los chopos de la Universitaria hubiera apresado el color del otoño... Ni el mejor bodegón de Zurbarán tiene la calidad visual de estos fresones de Aranjuez, de estas frambuesas, de esta sandía temprana, de este dulce melón tan perfecto que parece escapado de las figuras de los cilindros de la máquina tragaperras donde echan la mañana y se gastan la pensión los jubilados del bar de la esquina.

Tiene el señor Vázquez, el frutero de la calle Ayala, de tal forma montada su exposición (porque de una exposición cultural se trata, no de un comercio) que la serena contemplación de sus mercancías te produce el placer lírico de la sinestesia, la confusión de los sentidos, como si estuvieras leyendo un poema de Juan Ramón Jiménez. Cuando estás oliendo esas fresas es como si estuvieras tocando su roja, sensual carne. Cuando estás mirando aquella piña oronda, gloriosa como un Pantocrator en su mandorla, es como si estuvieras degustando todas estas Antillas mayores y menores del dulzor de la guayaba, del mango, de la casi obscena papaya. Huele a campo en estos espárragos especiales para la plancha, y nunca viste unos tomates tan rojos, tan lustrosos, tan cerúleos, como estos tomates. Y esa naranja empapelada... ¿Cuánto hace que no ves una naranja empapelada, de aquellas dulzonas que tu madre llamaba tontas cuando te las pelaba en el postre mientras te metía prisa para que no llegaras tarde al colegio, que ya estaban dando las dos y media en el reloj de la catedral?

El frutero de la calle Ayala me tomará por loco, como a los canónigos que hicieron la catedral de mi pueblo, cuando me vea allí, absorto en la contemplación de su machadiano rompeolas de todas las delicias de las huertas de España, de los viveros del mundo: lo mejor de Murcia, y los primores de la vega del Guadalquivir, y el Ebro más delicado. La frutería, como decimos los de pueblo, tiene un ver... Y una leyenda. ¿Cuál de estas manzanas estará mañana en la mesa de la Reina Doña Sofía, con cuáles de estas verduras cumplirá su dieta vegetariana? Ay, qué nostalgia de aquel Madrid de landós y de los claros ojos de Doña Victoria Eugenia en Palacio, cuando estos prodigios del comercio lucían el título nobiliario gremial de un rótulo bajo las armas del Rey: "Proveedores de la Real Casa..."

Otros contemplan escaparates de joyerías, vitrinas de novedades en las librerías. A mí me gusta echar el rato obligado en la calle de Ayala. Voy como en peregrinación devota, para que mis sentidos ganen el jubileo de la belleza. Y a la vuelta al pueblo, comentándolo estaba con una amiga que goza de estos placeres y que también es romera del jubileo de la calle de Ayala, cuando le dije:

-- Yo es que alquilaba una furgoneta y me lo compraba todo para traérmelo.

Me dijo:

-- Pues yo no. Yo diría: "Envuélvame al dueño, que me lo llevo para que ponga en Sevilla una frutería igual de maravillosa..."

Mi amiga, claro, no pensaba que aquí, a falta de calle de Ayala, tenemos la frutería de la Magdalena. Tan ilustre que antes estuvo al lado mismo del Ateneo donde nació la Generación del 27...

 

 

(Publicado el domingo 19 de marzo del 2000)


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