ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 

ABC de Sevilla, 6 de marzo de 2015                 
                                
 

Luz de capirotes

Estábamos unos amigos almorzando en en "Azabache", el restaurante que se llama como el inolvidable espectáculo de Rocío Jurado en la Expo y que la hija de Antonio Donaire, el de "Puerta Grande", tiene abierto en la calle Santo Tomás, y desde el fondo del salón se veía la calle. Se veían los Jardines de la Casa Lonja, como los sevillanos le hemos llamado toda la vida de Dios a lo que ahora le han puesto de mote "Archivo de Indias". Se veían sus gradas, y sus columnas, y sus losas de Tarifa, que las tiene, como una segunda Catedral... O como la Catedral Virreinal de América.

Desde el becqueriano ángulo oscuro del salón con las reglamentarias enmarcadas fotos de Curro Romero, obligatorias en toda la sevillana hostelería, se veían, como digo, la Lonja y sus jardines. Los escalones de sus gradas. Y el arrayán de sus setos, que por cierto arrasan las pedigüeñas de cierta etnia que citar no quiero para que no me llamen racista, las cuales arrancan el romanísimo mirto para vendérselo a los turistas en el gato por liebre de ramitas de romero. En el doble sentido de la palabra "romero", con minúscula y con mayúscula: del "ros maris", o sea, del arbusto de la familia de las labiadas, y del símbolo del Faraón de Camas.

Y se veía sobre todo desde el fondo del restaurante algo que ya tenemos aquí y que no hay dinero para pagarla: la luz. ("Ni que fuera la del recibo de Endesa, joé", me dice un guasón). La luz de Sevilla, que parece como que la cortara, apagándola, la espada de San Fernando cuando el asistente de la ciudad la porta por últimas naves catedralicias en la procesión de Tercia del novembrino y siempre oscuro y lluvioso día de San Clemente. La anualmente renacida luz del cielo que pintó Velázquez, que se acordaba de ella en Madrid como a Rafael Montesinos le seguía allí cegando, "en la calle que llaman/de Valderribas". No nos habíamos dado cuenta, pero la luz, como en el verso ripioso de Antonio Machado, había venido sin saber nadie cómo. Y mirando hacia esa luz de la Lonja, le dije a Enrique de Miguel Rodríguez, que como era domingo venía de su cuaresmal maratón matinal de besamanos:

-- Mira, Enrique, ya hay luz de ver capirotes blancos...

Y como tiene paladar y sentido sevillano de la guasa, me contestó Enrique de Miguel:

-- Como que me parece que estoy oyendo los tambores de la banda que viene abriendo marcha delante de la cruz de guía del Porvenir... Yo creo que tienen que estar ya por el Foso o por el Alfonso XIII.

Y no salimos a darnos fraternalmente La Paz de Domingo de Ramos de milagro. Porque parecía que te ibas a encontrar un nazareno camino de La Cena, o de Jesús Despojado, o de San Roque. O uno de esos raros nazarenos de La Amargura que saliendo a la hora que sale la cofradía te los encuentras el Domingo de Ramos apenas un cuarto de hora después del emocionante primer nazareno de cada año. Yo sé por qué a esos tempraneros nazarenos de la Amargura se les ha vuelto loco el reloj, querido Listero de su palio: van a casa de su abuela, ahora impedida, para que los vea vestidos de nazarenos, como siempre, y les diga como cuando la vez primera que vistieron la túnica de la familia:

-- Ay, hijo, déjame que te ponga bien esa cola, que la llevas hecha un adefesio...

Estas son las ya largas tardes de luz que tenemos encima. Tardes de capirotes. De capirotes blancos. Cuando nuestra cigüeña de Artillería aún no ha sentado plaza en su chimenea del Postigo y me avisan que por Huelva, como los nubarrones malos de la hora de salir El Cachorro, pero en mejor, han visto esta vez algo que sí estamos deseando que llegue a Sevilla: el primer vencejo. Gocen de estas tardes de ver ya capirotes. Gocen de esta luz. Esta luz que es el regalo que Dios, Creador Todopoderoso en San Lorenzo, le hace cada año a Sevilla. Porque sabe que es la tierra de su Madre, María Santísima de la Luz, que va en la amura de estribor del carretero Barco del Carbón que manda su Hijo, el divino Capitán de la Salud.

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