ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 

ABC de Sevilla, 3 de septiembre de 2015                 
                                
 

Irse a las Mieles

No he visto ciudad como la barroca y dual Sevilla, donde al mismo tiempo haya este sentido desbordado de la vida, sobre todo en la calle, y simultáneamente toda una honda cultura de la muerte. En el barrio de Santa Cruz hay una calle que se llama así, hermosísimo nombre: "Vida". Calle que no tiene la exclusiva del nombre. Todas las calles de Sevilla son Vida. Chorrean vida. Espurrean vida. ¿Para qué dedicar una calle a la Vida, si toda Sevilla es su proclamación constante, y es lo que más sorprende a los que vienen de fuera? Sí, la vida de nuestras calles. Y junto a esta vida en la calle y a estas calles rebosando vida, la cultura de la muerte. El sevillano bromea con la muerte. No le gusta nombrarla, pero le pone motes y apodos que son guasa pura en la Ciudad de la Gracia. Debe de darlo el Padre Hércules a las ciudades que fundó. En Cádiz también se traen este pitorreo (o Cachondeíto en La Condomina, como allí se dice) con la muerte. Cuando el Tío de la Tiza escribe el Tango de los Duros Antiguos y sin saberlo compone el Himno de la Ciudad, al mentar el cementerio donde fue mi suegra, como ya dije, lo llama "el patio de las malvas". Donde está escarbando desde aquel día. Y Beni, el gran Beni de Cádiz, cuando nombraba el cementerio, decía "el jardín":

-- Ese va ya pal jardín...

Por cierto que fue Beni una tarde sevillana al Hospital de la Caridad, donde estaba asilado y muy malito La Patito, el afeminado de arte de tantas madrugadas flamencas por esas ventas. Al salir, se encontró en el Bodegón Torre del Oro con una peña de guasones del lugar, todos en cubana, que acababan una larga sobremesa, y le preguntaron:

-- ¿De dónde vienes a estas horas, Beni?

Y muy serio y solemne, como si no fuera él, sino su hermano Amós Rodríguez Rey, les dijo Benito:

-- Pues mirad, hijos míos: vengo de hacer una obra de misericordia, visitar al enfermo. De ver a la pobre de La Pato, que está muy malita ahí en La Caridad.

-- ¿Y cómo está La Pato?

-- ¿La Pato? ¡Pá echarle el arroz, hijos! Así es como está la pobrecita de La Pato: pá echarle el arroz...

Bromas con su propia muerte hacía mi admirado y querido Emilio López, el veterano redactor de "Diario de Cádiz" que se nos fue a comienzos del verano y con quien tan buenos ratos de Carnaval eché. Padecía lo que para no nombrarlo decimos "una cosa mala". Y cuando le preguntaban por su salud, en esta cultura nuestra de burlarse de la muerte, hasta de la propia, respondía, Cádiz puro, muelle puro, colla de cargadores y de pimpis auténtica:

---- Ya tengo el práctico a bordo...

Óooooole. El práctico sube a bordo cuando un buque que llega va a hacer su entrada en el muelle. El gran Emilio López sabía que el barco de su vida estaba a punto de atracar en el Muelle Ciudad de la Muerte y hasta en anunciarlo tenía gracia...

Pero he descubierto una forma si no nueva, al menos desconocida para mí de nombrar a la muerte en esta Sevilla de las postrimerías, de Valdés Leal y de la Calle del Ataúd de Mañara. Me encontré con un sevillano viejo y clásico. Hicimos la tradicional paraíta de la charleta en la calle. Y hablando de un amigo común del que hace tiempo no tengo noticias, me informó:

-- El pobre está en las últimas, tiene una cosa muy mala. Va camino de las Mieles... Está para irse a las Mieles de un día a otro... -

¿Y sabe usted qué son las Mieles? Pues las que según la hermosa leyenda le salen por la boca expirante al impresionante Cristo que esculpió Antonio Susillo y que preside la rotonda central del cementerio de San Fernando. Por eso le dicen el Cristo de las Mieles: por las que dulcemente salen por su divina boca en tan amargo lugar, cuando las abejas hicieron allí una vez un panal. Camino de esas mieles va nuestro amigo. Mieles del Triunfo, naturalmente: del Triunfo de la Santa Cruz sobre la muerte. Traduzco: de La Canina. Que en Sevilla hace dulce de Mieles hasta a la amarga muerte.

 

LA LEYENDA DEL CRISTO DE LAS MIELES

EL CRISTO DE LAS MIELES, por Josè Luis Garrido Bustamante

 

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