ANTONIO BURGOS | ANTOLOGÍA DEL RECUADRO


 

ABC de Sevilla,  1 de febrero de 1981
                             
 
Las pergaminos

Es un tipo especial de sevillana, que una amiga llama «las pergaminos», quizá por el color de su piel, por sus ojos celestes o claros, por el pelo rubio... Son como de una raza especial, más altas de lo normal, más distinguidas, hablan como de Madrid aunque sean de aquí y tengan un chalé en Vistahermosa y sean socia dé Pineda, tardes de bridge mientras quizá sus maridos o sus hijos juegan al golf, una Sevilla que es Sevilla y que no lo parece, de distantes que andan en su mundo, creen que por encima del bien y del mal, y de vez en cuando bajan al suelo y tras leer los periódicos que les trajeron al dormitorio con el desayuno, en la bandeja de plata, junto a las servilletas de hilo, se dignan preguntar a la doncella:

-—Josefita, ¿usted cree de verdad que hay tanto paro en los pueblos? ¿No será que se lo han inventado?

-—Señora -—se atreve a decir Josefita—-, pues un sobrino mío hace dos años que está parado...

-—Será que no quiere trabajar, Josefita... ¡Ay, Señor! Acércame aquellas galletas, anda, hija...

Y hay un suspiro en el cuarto de dormir donde hace muchos años que en su soledad de noche guarda las formas de un divorcio que nunca llegó por el bien de los hijos y la preservación de la familiar hacienda...

-—¿Qué tal día hace, Josefita?

-—Mucho sol, señora. Como siga esta sequía...

-- A ver si la Virgen de Setefilla...

Ves a las pergaminos por las calles de Sevilla cuando ya está adentrada la mañana, uniforme irrenunciable de la clase a la que pertenecen, del fin de raza y de época que representan: abrigo de pelo de camello beige, pañuelo de Loewe, guantes de piel hechos como para llevar siempre displicentemente, cogido por un cabo de la cuerdecilla azul y blanca, un paquetito de Ochoa, exquisiteces inglesas, salmón noruego, quizá una pechuga Villaroy, algo de huevo hilado, una tarrina de salsa de frambuesas...

Y van y vienen las pergaminos por una Sevilla que ya no existe más que en la evocación de los cronistas; escaparate de María Repiso, mostradores de la calle Francos, pasamanerías de Alba, la prueba de un traje sastre de chaqueta en Cerezal, un recuerdo en esa esquina de Rivero de lo que fue La Maison de Blanc, canastillas de las niñas que ya se han casado en Jerez, ajuares de las que ya se han separado por el mundano rito de Brooklyn, nietos que sonríen desde el óvalo de los marcos de plata, perros que ya murieron echados sobre las alfombras en el cuadro de un Sotomayor, de un Segura, noches en que ellos todavía mandaban, y eran, Sevilla a su medida, palco de la Maestranza para las tardes de Pepe Luis y Manolete, arena mojada con el sol puesto cuando aún tenían la cuadra de caballos de raza anglo-árabe-hispana y competìan en las carreras de Sanlúcar entre el olor a aceite pesado de los coches ingleses que iban viniendo conforme se llevaban del almacén de Dos Hermanas las barricas de aceitunas endulzadas.

Y ves a las pergaminos por las calles de Sevilla, abrigo de pelo de camello, pañuelo, guantes, paquetito de Ochoa, y piensas que son de otra raza, rubias, altas, de claros ojos hechos para hablar el inglés de Jerez o de Neguri, y sabes que por la mañana no han visto el sol, y que tienen una vaga noticia del mundo a través de almidonados delantales:

-—Josefita, ¿usted cree que de verdad va a ver restricciones de agua? ¿Tanto se lava ya la gente?

 

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