ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 

ABC de Sevilla, 10 de enero de 2017
                               
 

La terraza del Inglaterra

Estas son las terrazas que me gustan. Las que, aunque tienen sus veladores de reglamento, no estorban a los peatones, no atajan la calle, ni desprenden un asqueroso hedor a pescado medio podrido cuando pasas por ellas y unos guiris se están tomando a las 7 de la tarde una paella prefabricada, porque se creen los pobres que eso y la sangría es lo más sevillano que se despacha, por la gloria de Cotón. Estas son las terrazas que hay que elogiar y fomentar, y hablar de ellas "sin trincá", como hago ahora, por la loable iniciativa que suponen y por la Sevilla como soñada que desde ellas se contempla. Sobre todo una vez caída la tarde, que no se ven las azoteas horrorosas con los depósitos de agua espantosos, ni los antiguos lavaderos abandonados y sucios, con los tejados llenos de jaramagos.

Subí la otra noche por vez primera a la terraza del Inglaterra y pensé estas cosas, así como lo que a continuación confieso: uno de los lados buenos del turismo (del que ahora vive Sevilla, como antes dependía del campo) es que ha convertido muchas azoteas en envidiables miradores en forma de terrazas. Las azoteas de Sevilla son un tesoro con vistas a la Catedral, a las cúpulas de las iglesias barrocas, a las espadañas de los conventos, a la lejanía de las torres gemelas de la Plaza de España o a la adivinación de Triana en el campanario de la parroquia de Señora Santa Ana. En Sevilla las azoteas servían sólo para tender la ropa, aunque tuvieran delante la torre mayor más hermosa del mundo, y que me demuestre alguien que hay vista más bella que la Giralda y la Catedral desde una azotea.

Seguramente en el Inglaterra ocurría lo mismo. Que la azotea estaría destinada, digo yo, a los aparatos de aire acondicionado y a los trastos viejos. Hasta que convirtieron aquello, como también hizo el Cortinglés del Duque con su azotea o como tantos hoteles del Casco Antiguo, en un mirador maravilloso. Les recomiendo, por tanto, que vayan a tomarse una copa a la terraza del Inglaterra. Y si es ya a sol puesto, mejor: así no se ven las fealdades de los tejados y azoteas, para encontrarnos con la belleza de la Sevilla que soñamos.

"El" Inglaterra... Qué maravilla nuestra lengua: le pones el artículo por delante, y conviertes una de las cuatro naciones que componen el Reino Unido en un hotel. Y qué hotel. Yo encontré la otra tarde en el refinado salón del Inglaterra cuanto antes se buscaba y ya se ha perdido en ese Alfonso XIII que ha hecho almoneda con sus muebles históricos de cuando la Exposición del 29, como el Ayuntamiento en el Salón Colón. En esta ciudad donde ya no quedan salones de té ni cafés, en el salón del Inglaterra hallas todo el refinamiento perdido de Sevilla. Una reliquia. No sólo de un hotel fundado en 1857, donde pararon Verdi o el Príncipe de Gales, sino el hallazgo de esa Sevilla no degradada, no envilecida por las franquicias. Vamos, ¡lo mismito merendar un té con tarta en el salón del Inglaterra que un café en un contenedor de plástico con una magdalena de serie en la esquina de lo que fue La Punta del Diamante, con los guiris pegándote empujones y teniendo que hacer cola ante la caja! Seré un rancio, y a mucha honra, pero les digo que hay que apuntarse no sólo al mirador sevillano de la terraza del Inglaterra, sino al silencio y a la elegancia de su salón, con esas mesas redondas que tienen hasta ropa de camilla para hacerlas más íntimas, donde puedes quedar con alguien a charlar sin que te sirva el café un niñato recién llegado a la hostelería, sino un profesional de toda la vida, que me hace recordar el estilo de la casa, como el del señor Lamas el viejo conserje, con sus llaves de oro en las solapas de su uniforme. Felicito, por tanto, a la familia Otero por mantener el estilo de su vieja casa y por actualizarlo con una terraza de privilegio. Y que conste que no me convidan. Como decía el hermano de Manuel Machado, cuando voy a echar la tarde en el salón del Inglaterra, "con mi dinero pago". Aunque les confieso que encontrarse con algo tan sevillano, tan clásico, tan refinado, tan silencioso y tan bien conservado es impagable.

 

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