ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 

ABC de Sevilla, 30 de diciembre de 2017
                               
 

Ladrillo visto, ladrillo basto

Desde siglos, desde los almohades y el mudéjar, el ladrillo visto fue una fórmula constructiva muy representativa de Sevilla; basta ver la Giralda. La que Villar Movellán llamó Arquitectura del Regionalismo (Aníbal González, Juan Talavera, los Gómez Millán, etc.) lo tomó como símbolo de lo nuestro. La Plaza de España de Aníbal González es un monumento al ladrillo visto, incluso al ladrillo tallado escultóricamente. Una maravilla. Hay monumentos únicos con este primor de la ladrillería, cual la portada del Convento de Santa Paula. De la que aprendimos en la antigua Facultad de Filosofía y Letras con don Antonio Sancho Corbacho (¡cualquier cosa de maestro y de investigador!) que era de "ladrillo agramilado". Como lo es el tesoro infravalorado de la portada de la Capillita de la Puerta Jerez, que tiene en su atrio más archiperres y tonterías inútiles que la Plaza de Pilatos, si ello es posible.

Al sevillano le encanta el ladrillo visto. Cuando se hace una casa, le pide al arquitecto que, si puede, le ponga fachada de ladrillo visto, aparte de la tradición, por economía: así no hay que blanquearla, ni le salen desconchones con la humedad traicionera de Sevilla. A la hora de echar un zócalo en el más humilde chalé de una parcelita, el sevillano piensa en el ladrillo visto. Incluso si van a Leroy Merlin y se fijan, hasta hay fabricados cerámicos que semejan el ladrillo visto colocado por piezas sueltas, como hay otros que imitan perfectamente suelos de madera.

Pero una cosa es el ladrillo visto de toda la vida, el ladrillo fino, agramilado, bien cortado y pulido, y otra el ladrillo basto de obra, que se cubría con enfoscado y se pintaba. No los ladrillos de primor de los hornos de la Vega de Triana, sino los ladrillos de serie de Andújar, bastos como el esparto de un serón. Con esta ladrillería estaban levantadas las paredes de muchas construcciones sevillanas, pero siempre enfoscadas, con su mano de yeso, y pintadas o encaladas. Hasta que llegaron los decoradores que habían ido a Nueva York y visto las reutilizaciones de edificios industriales del Soho o de Tribeca para restaurantes, salas de exposiciones o tiendas elegantes, Allí en Nueva York, donde no conocen el ladrillo visto (ni Dios lo permita), sino el basto, los decoradores americanos, al quitar el enfoscado de las paredes de los viejos almacenes que rehabilitaban, vieron que eran de una sólida fábrica de ladrillo. Y decidieron dejar visto ese ladrillo basto de obra, pintándolo solamente, sin enfoscar de nuevo ni nada. Los interiores más modernos de Nueva York se llenaron de ladrillos bastos sin enfoscar como si fueran finísimos ladrillos vistos. Solamente les dieron una mano de pintura; si era morada, o borgoña, o amarilla, mejor que mejor. Que eso ocurra en Nueva York es lo lógico. Donde no es lógico que ocurra, y con tal profusión, es en Sevilla, donde los decoradores han con confundido el antiguo ladrillo visto del mudéjar o de Aníbal González con el ladrillo basto de las viejas obras que, a la neoyorquina, dejan sin enfoscar, con una manita de pintura.

En la botica del barrio, la farmacéutica se ha gastado un pastón en renovar y digitalizar su establecimiento. Y en todo el centro del local, el decorador le ha dejado el ya clásico pilar de ladrillo basto, sin recubrir de madera y sin siquiera enfoscar, sólo con una mano de pintura. Cuando lo vi, creí que no estaban aún terminadas las obras, que quedaba por decorar esa columna central que pega bocados. Pero la boticaria me aclaró:

-- No, así es como dice el decorador que es lo moderno dejarla.

Menos mal es una botica, y que podía pedir uno un bote de aspirina para quitarse el dolor de cabeza que da esta moda de los decoradores, de tratar los ladrillos bastos como si fueran meritísimos ladrillos vistos de Aníbal González o Juan Talavera.

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