ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 

ABC de Sevilla, 1 de junio de 2018
                               
 

Rugen las motosierras

No sé en qué están pensando los ecologistas profesionales, que apenas se les oye en sus protestas. Metiéndonos en camisas de once varas, ya dijimos aquí que entre cotorras de Kramer, murciélagos y tórtolas turcas, cada vez van quedando en Sevilla menos humildes gorriones de las aceras. De los que simpáticamente picotean en las terrazas de veladores, invitándote e echarles, como algunos hacemos, un trozo de patata frita, que se llevan presurosos, como el tesoro que es, hacia la rama del árbol donde tienen su nido. Como cada vez, dijimos, quedan en los balcones menos geranios y gitanillas, las flores más naturales y clásicas de los patios y los barrios, y que ahora darían un juego utilísimo para los selfis de los turistas en el Parque Temático del Barrio de Santa Cruz e islas comerciales adyacentes. Y del mismo modo, este año en que por cierto vinieron más tarde nuestros muy queridos, cofradieros y toreros vencejos del Arenal, parece que han tardado más en florecer las hermosísimas jacarandas, y se ven menos azulencas flores en sus árboles, como los maravillosos de los Jardines de Cristina o los que hacen como un techo sobre la Avenida de María Luisa, quizá en homenaje a la Infanta que donó el Parque de los Montpensier a Sevilla.

Y, por el contrario a todo lo que digo, cada vez se oyen más motosierras, ora propias de los funcionarios municipales de Parques y Jardines o como quiera que ahora le hayan puesto de mote, Medio Ambiente creo, ora de las empresas con las que el Ayuntamiento tiene "externalizado" el mantenimiento de nuestras zonas verdes urbanas. Zonas únicas. No creo que haya en toda España un Corredor Verde como el que, por la orillita del río y luego junto al Sector Sur de la Exposición de 1929, va desde el Puente de Triana hasta el antiguo cauce del Guadaira. Recorres ese camino y no dejas de ver verde, en los árboles, en las palmeras, aun castigadas por la plaga del picudo rojo, muchas de las cuales están reviviendo y volviendo a echar palmas como un anticipo del Domingo de Ramos o una miniatura de la que en su mano lleva el Giraldillo para señalar los vientos de esta tornadiza ciudad.

No sé por qué escribo de nuestra flora, si, quitando el Parque de María Luisa, con el que hace excepción, y hasta el poema famoso que le dedico Juan Antonio Cavestany, el sevillano odia los árboles. El sevillano tiene arborifobia, que debería estar tan mal vista y perseguida como la homofobia, pero que, ya ven. Cada vez cortan más árboles. Un experto como don José Elías Bonell, antiguo jefe de Parques y Jardines, decía en ABC que aquí no se hacen podas, sino talas. Mi admirado Carlos Colón destacaba el otro día en la competencia esta animadversión del sevillano por los árboles. Pocas ciudades como Sevilla tendrán en sus aceras tantos alcorques vacíos, talados los árboles que en ellos crecían y daban sombra. Pocas ciudades como Sevilla habrían aguantado la solanera de "plaza dura" en que han convertido el Paseo Marqués del Contadero, a la orillita del río y junto a la Torre del Oro, sin un árbol donde cobijarse de la solanera los turistas que allí suben a los lanchones que les dan un paseíto por el Guadalquivir y, oh, bajo el Puente de Triana. Pocas ciudades como Sevilla habrían aguantado sin protestar el lamentable arboricidio que Zoido hizo en la calle Almirante Lobo, con la coartada de la visión de la Torre del Oro. Como el alcalde Espadas sigue cortando árboles, y a la calle Amor de Dios me remito, a la birria de arbolitos que han plantado tras su reforma. Y lo que faltaba es que se cayeran árboles con los temporales, como se han caído, y hayan producido daños en coches y construcciones. ¡Menuda coartada! ¡Con lo que odia el sevillano a los árboles! Así que, mis queridas jacarandas, este año casi os va a faltar mi anual elogio a vuestra hermosa floración, porque me la han cambiado en media Sevilla por un lamentable recital de motosierras que cortan por lo sano, y nunca mejor dicho, lo que antes no se talaba, sino que podaba primorosa y amorosamente con un hacha, como el jardinero trianero de "El Trabajo Gustoso" de Juan Ramón Jiménez.

 

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