ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 

ABC de Sevilla, 6 de julio de 2018
                               
 

El enamorado del Studebaker del Sport

La última vez que me crucé con él, ya muy castigado por los años, casi sin acordarse de nada, iba con su atildada guayabera por la calle Tetuán, del brazo de su hija Beatriz, camino de su joyería. Si les digo que ese veterano comerciante sevillano que acaba de morir era don Andrés García Alvarez, a usted no le dirá probablemente nada ese nombre. Pero sabrá quién es si le aclaro que era Chico, sí, el de la Joyería Chico que se quedó con el local cuando cerró El Sport, la del monumental retablo cerámico de anuncio del coche Studebaker, el que cuando había circulación iba en contramano por la calle Tetuán, el artístico barro vidriado que pintó Enrique Orce y se coció en los hornos trianeros de Ramos Rejano.

¿Por qué le llamaban Chico al joyero Chico, a don Andrés García? Pues muy sencillo: porque era como un título de grandeza joyera de la familia. Esos títulos que da la ciudad y se heredan como grandezas del Reino de Sevilla. Su padre, José María, de Triana, era el más chico de los hermanos, y se dedicó al mismo oficio que, por ejemplo, Fernando Lasso, el que vestía a la Esperanza de Triana: a comprar y vender joyas. A quitar muchas hambres y desesperanzas en los que se tenían que desprender de una pieza familiar querida y en hallarle comprador. Como era el menor de sus hermanos, en su casa le llamaban El Chico, y en el negocio de la compraventa de alhajas le llamaron pronto por ese apodo. Pues fue conocido en todo el arrabal y en la ciudad entera como El Chico de Triana. A su muerte, como uno de los muchos títulos nobiliarios de la grandeza de Sevilla por el trabajo que la ciudad otorga, el hijo del Chico de Triana, don Andrés García Alvarez, pasó a ser el Chico. Y Chico para arriba y Chico para abajo en sus esfuerzos y constancia, se mudaron de Triana a Sevilla y abrió negocio de joyería en la calle Bailén primero y luego, a costa de muchos sacrificios, en la calle Almirante Bonifaz, la que va de Sierpes a General Polavieja a la altura de Entrecárceles, a la que abría la puerta falsa de Los Corales, donde Belmonte y El Gallo hacían tertulia. ¿Le vendría al joyero Chico de esta vecindad de Los Corales su devoción por esa rosada piedra preciosa, de las que tenía autenticas maravillas piel de ángel?

A Chico, joyero de sensibilidad y gusto, le encantaba el azulejo del Studebaker del Sport. Y yo creo que fue por el azulejo por lo que cuando José Guillén, "Pepe el del Sport", cerró este bar como club inglés donde, aunque abierto al público, entraba solamente quien tenía que entrar, se quedó con la casa en 1978 y la rehabilitó como comercio de joyería, abriendo en 1981. Joyería nueva y antigua, como el Sagrado Testamento. Joyas de nueva planta y antigüedades que a Chico le daba lástima vender, pues en realidad era un coleccionista de bellezas. Empezando por el propio azulejo del Studebaker, del que estaba tan enamorado que pagó de su bolsillo la restauración a cargo del nieto de Orce. Chico se llevó toda su vida pidiendo al Ayuntamiento que lo dejaran elevarlo a la altura de la primera planta de la casa, para evitar su deterioro por el gamberrismo al uso. Aquel azulejo publicitario que había colocado Vicente Aceña, el representante de la casa Studebaker, tuvo en Chico su valedor, su defensor y su patrocinador. Ya con la iniciativa de sus hijos Beatriz, María y Andrés, cuando Chico, el hijo de El Chico de Triana, estaba enfermo y apartado del negocio, la saga rehabilitó la casa para devolverla al estado más parecido al primitivo Sport...y volvió a restaurar a su costa el azulejo del que el joyero estaba enamorado.

Yo ahora, con la mano en la mejilla como el Pensador de Rodin que aparece al fondo del paisaje idílico de ese coche cerámico que iba en contramano por la calle Tetuán, me pongo a pensar en la grandeza de los comerciantes de Sevilla, en la sensibilidad de este joyero hecho a sí mismo, una vida entregada al trabajo. Y me voy al recuerdo de Los Corales, y tomo los más finos zarcillos de flamenca, o una gargantilla como de copla de Concha Piquer, de los que se resistía vender, de valiosos que eran y dignos de su colección, para despedir a Chico, un joyero lleno de senbilidad, enamorado de un azulejo, uno de los últimos caballeros de la Real Maestranza del Comercio Tradicional de Sevilla.

 

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