ANTONIO BURGOS | ANTOLOGÍA DEL RECUADRO


ABC de Sevilla,  30 de agosto  de 2020
                               
 

Trifón y su vicio

Publicado el 2 de febrero de 1980

 

"Hombres sin vicios, sin bebidas ni mujeres, para muchos montañeses la única secreta atadura fue el Betis"

 

La hija de Trifón el de La Flor del Toranzo ponía el otro día una «carta al director» en la qué sin querer hacía una crucial aportación a la sociología del manque pierda: «Mi padre —venía a decir— sólo tiene tres vicios, si se les puede llamar así: su familia, el negocio y el Betis». El Betis como vicio. Es toda una teoría, superior a la que hizo en el palco presidencial el otro día Felipe González, que es otro bético sociológico. El Betis corno el tabaco o la copita de mediodía. El Betis como una forma de acompañar la vida, no ciertamente para hacerla más feliz, sino para darle un sentido agónico, dramático. Porque habla usted con los que ya les dio el telele, el aviso trágico, el jamacuco del corazón, y se refieren al Betis como si fuera el tabaco o el café, como ese secreto vicio de muchos sevillanos:

 

—Sí, el médico me ha quitado del tabaco y de ir al Betis. Dice que si voy otra, vez me puedo quedar allí un día...

 

Aunque no es ciertamente una forma poco gloriosa de muerte esa de caer en el voladizo, una especie de muerte bética en acto de servicio, ahora que parece que el equipo va marcando goles...

 

Pero en la aportación de la hija de Trifón hay otro aspecto muy sevillano de la cuestión que era el que quería comentar. No sé por qué regla de tres, casi todos los montañeses de Sevilla son bélicos. Me acuerdo ahora de Trifón, que te cobra menos incluso creo yo si le hablas del Betis; me acuerdo ahora de Plácido el de Las Teresas, fiel a su valle montañés y a su Betis, amores compartidos, la tierruca y mi Betis güeno. Estos montañeses llegaron a Sevilla de calzón corto, en una epopeya humana que merecería una novela. En una, Sevilla con soldados que iban a África y hambres que se quitaban con perras chicas de manteca colorá, estos montañeses vivieron la dureza del internado comercial, auténticos esclavos del mostrador, sin más traje que el babi ni más salida que la del Jueves Santo. Trabajaban desde el amanecer hasta la noche, y los domingos se los pasaban haciendo inventario, todo lo más escribiendo a los padres, en el añorado valle de prados verdes. Trabajar y ahorrar. Hasta que un día algún cliente les animaba, y con las bendiciones gremiales del patrón se establecían por su cuenta, una modesta tiendecita con el rótulo del valle añorado y querido. Y otra vez vuelta a empezar, el trabajo y el ahorro, pagar las letras, hacerse con una clientela, dar propina a las criadas para que volviesen, atraerse a una reunión influyente que al mediodía —Audiencia, Ayuntamiento, Universidad...— descorchara sobre el mostrador las medias botellas de manzanilla y mandara partir los quesos viejos, los jamones de Jabugo, los lomos en manteca de Benaoján... El montañés hizo buena parte del comercio de comestibles de Sevilla, cuando los ultramarinos eran una artesanía, una dedicación, la esclavitud de los dependientes internos, los babis de crudillo, los sacos de azúcar, la grasa chorreando desde las estalactitas de jamones. Y en su vida amarrada al mostrador de mármol grasiento y medidor de aceite no tuvo más alegría ni más esperanza que el Betis. Montañeses del Betis, un calendario en los tiempos malos de la dependencia, un abono de tribuna ya en los años finales de la prosperidad hecha a base de muchos domingos sin pisar la calle.

 

Hombres sin vicios, sin bebidas ni mujeres, para muchos montañeses la única secreta atadura fue el Betis, Rogelio mientras parten la tapita de jamón, aquel Villamarín que llegó para quitar las cartillas de racionamiento de la Tercera.

 

 

 

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