ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


ABC de Sevilla,  9 de diciembre  de 2021
                               
 

Dar la vida por una hija

Leí la noticia como quizá usted, sin darle importancia. Una de tantas tragedias que, por repetidas, no nos sobrecogen: los fuegos domésticos en estos meses de frío. En San Bernardo se había producido de madrugada el incendio de la vivienda de una familia y los Bomberos habían conseguido salvar a "un varón de 74 años" en parada cardiorrespiratoria, tras 45 minutos de reanimación. También habían rescatado a su esposa, con graves quemaduras, y a su hija. El señor había sido trasladado a la UCI del Virgen del Rocío, así como su hija, y la esposa, al Virgen Macarena. No le di la menor importancia a la noticia, hasta que ya avanzada la mañana me dijeron:

-- ¿Tú sabes de quién es la casa que ha ardido en San Bernardo? ¡De Cristóbal Pérez Saturnino y de Chelo Andrada-Vanderwilde su mujer! Están muy mal. Ardió la casa toda, y Cristóbal está en cuidados intensivos, en coma.

Luego me fueron contando las circunstancias del fuego de la casa donde, ya casados sus otros hijos, Cristóbal y Chelo vivían con su hija Consuelo, disminuida: la niña de sus ojos. Fue de repente y de madrugada. Dormían y de pronto toda la casa se llenó de humo. Abrieron los balcones para que se fuera el humo, y las llamas hicieron el fatal efecto chimenea. Todo el esfuerzo de Cristóbal y de Chelo era sacar a Consuelo, a su hija disminuida, de aquel verdadero infierno, que olía a infierno, con las llamas de un barroco retablo de Ánimas. Con todo lo alto y fuerte que era, Cristóbal intentó inútilmente sacar a su hija de aquel infierno, arrastrándola, hasta que por aspiración del humo y por el esfuerzo, cuyó redondo, en parada cardiorrespiratoria. Hasta que al punto llegaron los Bomberos y tras ímprobos esfuerzos le devolvieron las constantes vitales tras insistentes minutos de reanimación.

Terrible. Me acordé del amor de Cristóbal y Chelo por su hija Consuelo. Y cuando nos llegaban tan desesperanzadas noticias de la UCI, sin querer pensar en lo peor, que después ocurrió, evoqué tantos buenos ratos con ellos en una boda real en Belgrado o en casa de mi hermana Josefina en El Rocío, fuera de la romería, al calor invernal de la chimenea y unas migas. Cristóbal no se daba importancia en su trabajo como uno de los principales exportadores de naranjas en Sevilla, producidas en el cortijo de El Sequero, en Coria del Río. No era Cristóbal un tópico señorito del campo, sino un callado y esforzado exportador productor de riqueza, abastecedor de naranjas a cadenas de supermercados alemanes, sin presumir de nada. Sólo de bondad, de amistad, de ganas de agradar a sus amigos, entre los que tuve el honor de contarme. Y de cuidar a la niña de sus ojos. Por la que, arrastrándose entre el humo y las llamas y tirando de ella para sacarla, llegó a dar su propia vida. La mayor renuncia de amor de un padre fue la de Cristóbal Pérez Saturnino: dio su propia vida para salvar la de su hija. Ahora lo veo con su sonrisa, su bondad, su modestia, su alegría, su dedicación a la familia. Su fe. Su España. Cuando nos alcanzaba la pena en el tanatorio de San Jerónimo al decirle adiós, sonó "La muerte no es el final". Para Cristóbal la muerte fue la luz perpetua y ejemplar de su propia vida para salvar a su hija.

 

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