ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


ABC de Sevilla,  10 de diciembre  de 2021
                               
 

Tardes de seises

No sé qué tiene el cielo de Sevilla en este tiempo de Adviento que en su celeste color Inmaculada se transmiten los sonidos con otra nitidez, con otra cercanía. Vienes por la calle Cuna o por Francos a las cinco de la tarde, y escuchas el repique de la Giralda, y te suena de cercano que parece que estás en Matacanónigos, y no por el frío que hace en esas calles húmedas de gruesos muros del caserío del centro, sino por su proximidad. Y pocos saben por qué repican las campanas de la Giralda a esta hora de la tarde, cuando los comercios han recién abierto, cuando la ciudad aún no tiene la animación que a la noche le traerán las bullas de humo de castañas y tíos de los globos de las iluminaciones callejeras de las Pascuas. Es el primer toque que convoca a los solemnes cultos catedralicios vespertinos en la Octava de la Inmaculada, con el baile de los seises. A las cinco y cuarto sonará el segundo toque, como en las misas de los pueblos. Sí, Sevilla sigue llevando un pueblo dentro. Y a las cinco y media, cuando ya suene el órgano que siempre nos recordará al Padre Ayarra, y la escolanía que siempre nos recordará a don Ángel Urcelay, comenzará la paraliturgia de la Octava, con los seises avanzando desde el coro hasta la Capilla Mayor, con los canónigos en sus bancos de damasco con dorados galones, con la pequeña orquesta colocada junto a la rejería del altar mayor, bajo el Cristo del Millón y ante la Virgen de la Sede. Y no serán quizá muchos los fieles que asistan a este culto que hemos perdido en los dos últimos años por culpa de la pandemia. Y quizá aparezcan por allí los inevitables japoneses que no saben ni lo que están viendo, ni lo que significa de honda tradición para la concepcionista Sevilla.

La vuelta de los seises en la Octava de la Inmaculada sí que es un signo de normalidad. Los seises, mantenidos a lo largo de los siglos, son un símbolo de la mejor Sevilla, de la Catedral más nuestra y menos turística, de la que no se debe perder. El poeta Joaquín Márquez escribió un poema donde decía que con su coreografía de saltitos como de gorriones de la Purísima los seises formaban un divino ajedrez en honor de la Virgen. El fotógrafo Carlos Ortega subió a las altas barandas de las naves catedralicias, se puso sobre la capilla mayor, enfocó su cámara sobre los seises en pleno baile y repique de sus palillos, y los caballeritos cubiertos ante el Santísimo semejaban, en efecto, las figuras de un tablero de ajedrez.

Fugaz como toda la belleza, en veinte muletazos como las grandes faenas, en estas tardes de seises se simboliza la mejor Sevilla concepcionista, la de la espada desanuda de defensa del Dogma que en la Madrugada lleva un primitivo nazareno de la Hermandad del Silencio; la de las coplas de Miguel Cid, con cinco siglos encima, que "todo el mundo en general" sigue cantando; la del colosal azul de la Inmaculada, al que imita el cielo de Sevilla en estos cultos secretos, íntimos, paraíso cerrado para pocos. "Venid, ruiseñores", para ver el baile de vuestros colegas, los que Aquilino Duque llamó "pájaros del Altísimo". Vestidos con un histórico celeste Inmaculada, el color de la Pura y Limpia a la que sigue venerando Sevilla.

 

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