Lavanderías
de hotel
TENGO UNA VIEJA y carísima afición, que me parece que ya sólo
practicamos algunos exquisitos que vamos por el plan antiguo, con
jazmines en el ojal: la lavandería de hotel. Nada tan maravilloso en
los grandes hoteles como las delicias de la lavandería. Lencería creo
que se llama en la jerga interna de los profesionales del hermoso oficio
hotelero. Ni las alfombras de sus salones, ni los fogones de sus
cocinas, ni la plata de sus servicios de té, ni incluso la flor que te
traen en el carrito del desayuno con el periódico del día y el
cartoncito donde te pone la temperatura que hace en la calle a las 7 de
la mañana y el cielo con que ha amanecido el día. La lavandería de
los hoteles, para los amantes del género, es siempre más voluptuosa
todavía que el habano que te traen tras el café en el comedor de la
cena con música de cámara y nieve tras los cristales, como aún
recuerdo aquella noche de enero en el Ritz de Londres. Cómo huele, a
madre, a infancia, la ropa que te traen lavada y planchada cuando estás
lejos de tu casa o cuando, sencillamente, no quieres caer en la
ordinariez y la guarrería que comete la gente, traerse de vuelta la
ropa sucia en la maleta, para lavarla en casa.
Cierto que lavar la ropa en los hoteles cuesta carísimo. Ya llevo
dicho que es una afición bastante cara. Artículo de lujo puro y duro.
Más que Davidoff, más que Cartier, más que Bentley. Ni mantener
caballos para jugar al polo ni ser socio de un club para salir a jugar
al golf los martes cuesta tanto como dar la ropa a lavar en el hotel.
Los hay cortos en el gasto y en el buen gusto, que hacen con la lista de
encargo de lavandería lo que nunca se debe con tales impresos ni con
las cartas de los restaurantes: mirarlas por la columna de los precios.
Igual que en algunos restaurantes buenos dan a las señoras cartas en
las que no vienen los precios, en los hoteles de cierta categoría
deberían existir listas de encargos a la lavandería sin los precios,
para que tampoco pudieran verlos las señoras. Las que siempre nos
dicen:
-- ¿Pero cómo vas a dar a lavar esa camisa? ¿Estás loco? ¿Tú
has visto que por lo que te cuesta lavarla puedes comprarte una camisa
nueva?
Quienes tal dicen no entienden absolutamente nada. No estamos locos,
sabemos lo que queremos. Una camisa nueva no puede ser en modo alguno
como la que te entregan a las siete de la tarde sobre la lavandería.
Dónde va a parar. Ese apresto, pecado original de la camisa nueva, que
no se le va hasta el tercer lavado... Y luego esa maravilla de la
inmediatez. Los Estados Unidos son la maravilla de las maravillas de las
lavanderías de hotel, muchas de ellas fuera de la lencería propia del
hotel, en empresas de la calle, en la iniciativa de la competencia y de
la especialización. Das a lavar la camisa a las nueve de la mañana y
no son las cuatro de la tarde cuando llaman al timbre de la puerta y
allí que tienes la camisa. Mucho mejor que nueva. Porque es como nueva,
pero sin apresto. Te la traen en una caja como de camisería, doblada
como estaba en la estantería cuando la compraste. Trae dentro, como en
la tienda, el cartón que mantiene lisa la pechera. Por dentro del
cuello, la tira que le da volumen, planta y alzado. Y todo amorosamente
cogido con sus alfileres, unos alfileres preciosos, que no los hay en
España, de cabeza roja como de lacre, que sólo he visto en la
maravilla de las camisas que traen planchadas de la lavandería del
hotel, a las 5 de la tarde, como un reloj. Y toda la prenda dentro de su
bolsa de celofán, crujiente, oliendo a limpio...
Tan hermosas vienen en Estados Unidos las camisas de la lavandería,
que hasta me da pena abrirlas. En el armario tengo siempre un par de
camisas lavadas en el Warldof Astoria de Nueva York o El San Juan de
Isla Verde (estado Libre Asociado de Puerto Rico), mucho más bellas que
las que tengo nuevas, por estrenar, mejor dobladas, mucho mejor
presentadas. ¿Que cuestan más que una camisa nueva? ¿Y qué? ¿No es
una maravilla esta perfección en el trabajo?
Hasta el punto de que cuando tengo que ir a los Estados Unidos, igual
que otros se traen la ropa sucia para lavarla en casa y ahorrarse el
dinero, me gusta hacer justamente todo lo contrario. Me llevo mis
prendas preferidas para darlas a lavar allí. Yo he cruzado varias veces
el Atlántico con bolsones enormes de ropa sucia, pensando en la
lavandería del Warldof Astoria, en el valet que llega al cuarto a las
nueve de la mañana cuando llamas a la "Laundry" y que, en
cuanto que son las seis o las siete de la tarde, te deja sobre la cama
las mágicas, elegantes cajas del servicio, envueltas en papel de seda
como un regalo de Reyes, como una sorpresa de enamorados en el día de
San Valentín.
Ustedes no se pueden imaginar cómo dejan de bien lavada y planchada
una camisa de frac, un pijama de seda, esas prendas que la tata nunca
acaba de dejarnos como es debido y que en la tintorería del barrio la
dejan a veces imposible para vos y para mí. Ni las manos de monjas de
los pocos conventos que aún sigue trabajando estos primores logran tal
maravilla. No hay en toda España lavandería ni tintorería mejor que
la lencería de un hotel americano, ni rayas más derechas en el
planchado de los pantalones, ni pliegues más milimétricamente
simétricos en los vuelos del puño de las camisas. ¿Qué lavar esas
prendas cuesta más que comprarlas nuevas, o que planchar un pantalón
casi como hacértelo a medida? ¿Y qué? Es delito de lesa belleza echar
esas cuentas. No hay que mirar cuánto cuestan los secretos placeres de
las lavanderías de hotel. Es como si mirásemos una puesta de sol en el
mar, con marea vacía, con la tarifa de precios en la mano.
(Publicado el
domingo 26 de marzo del 2000)
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