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Antonio Burgos: Jazminez en el ojal

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Unos chicos de cine

 

SON LOS CHICOS del Planet Hollywood de Madrid. Las camareras, la chica que te sienta en la mesa, el chico con acento sudamericano que te pregunta si vas a tomar un trago de aperitivo, el supervisor que al final viene a preguntarte si todo está bien, a tu gusto y en su punto. Ya quisieran muchos camareros de toda la vida de los restaurantes de cinco estrellas, cinco tenedores y... cinco estocadas hasta la bola en la factura ser tan amables como los chicos del Planet Hollywood de frente a Neptuno. Como los porteros de los clubs privados o muchos conserjes de los grandes hoteles, los camareros de los restaurantes con fama de soles Michelín se caracterizan por su misericordia: te perdonan la vida a cada instante. Llegas, te sientas, y de momento te dan la carta con un desprecio tal que parece que fueran ellos quienes te van a convidar y no tú el que al final tendrás que cargar con el facturón. Tú o tu empresa. Si así son los camareros, nada digo de los metres, petimetres presuntuosos que cuando les preguntas por algún plato con pretensiones y cursilería, el "Trufuás a la Lombarda", por ejemplo, siguen perdonándote la vida cuando te explican, para hundirte en la miseria:

-- Es como el "Artuás a la Lamborguesa", pero con las mantrusas del bosque gratinadas en su jugo y con un toque de salsa pampera, pero muy suave...

La madre que los parió. Ni cuando los curas hablaban en latín practicaban un culto iniciático como estos displicentes empleados de los grandes restaurantes, que se ensañan con los clientes no habituales, mientras son de un servilismo lamentable, baboso, rayano en la esclavitud, con los consejeros delegados de todos los días. Por eso me encantan los chicos de Planet Hollywood. Los cambio sin mirar por los camareros de Horcher, los de Jockey, y los de Zalacaín, y digo como en la copla flamenca: "Al que le dé, que perdone". Estos chicos deberían enseñar amabilidad a los camareros de toda la vida. Nuevos todos en esta plaza de la hostelería, quizá con una FP en el oficio apenas, o quizá sin ella, son más amables que todos los veteranos del colmillo retorcido que miran al cliente por encima del hombro... si el cliente no es don Alfredo Saenz, don Isidoro Alvarez o un Oriol vagamente vasco e hidroeléctrico.

En Madrid se pusieron de moda en los años cincuenta las cafeterías americanas. Hasta el punto de que nos parecía que los Estados de la Unión tenían todos nombres de cafetería. Pat, la mujer del teniente general Mira, el secretario general del Real Patronato de Minusvalías, cuando dice que nació en Nebraska, te gasta la broma madrileña de los tiempos del Paralelo 40 de Castillo Puche:

-- Sí, soy de Nebraska, como la cafetería...

Nebraska, California, Nevada... No había Estado que no quedara sin su cafetería. Por la influencia americana de la ciudad que perdimos en 1898, hasta sonaba a americano lo de Manila como cadena de cafeterías. Lo de Planet Hollywood es mejor que todo aquello de las cafeterías americanas. Es una cafetería de América, que no es lo mismo. Hace ya unos añitos, cuando se acababa de abrir con todo su golpe mediático de Silvester Stallone, hice el cateto como Dios manda en el Planet Hollywood en la Calle 57 de los Nueva Yores. Encontré allí el mejor Sirloin Steak de la Gran Manzana. Por eso, yendo a hacer el cateto en Madrid el año pasado, salí del Hotel Palace, donde paro, y al ver allí en la esquina el Planet Hollywood me acordé de aquel Sirloin Steak. Entré, y como Arquímedes en bañera descubrí, eureka, ¡que era exactamente igual el de Nueva York! Hasta con el mismo corte de la carne, con su misma guarnición del patatón asado y con su cuenco con la mejor Ensalada Cesar que he encontrado en España. Y te lo traían como en Estados Unidos, con ese trípode portabandejas que allí usan en los restaurantes y que ponen al lado de tu mesa.

Pero con más amabilidad todavía que en la Calle 57 de los Nueva Yores. El último día que fui a Madrid a hacer un mandado y comí en Planet Hollywood, me atendió Almudena, porque nada más sentarte, la camarera se te presenta por su nombre. A Almudena, en la efectividad de su modestia, sí que merecería unos de esos premios que dan las cofradías de la Buena Mesa. O a Daniel Pisos, el floor manager de turno. Isabel mi mujer se manchó la chaqueta negra con la salsa blanca de la Ensalada César, y sin que la llamáramos, Almudena se dio cuenta y le trajo soda caliente, para quitarse la mancha. Y una servilleta de tela, para que la de papel no le dejara rastro en la prenda. Al instante, estaba allí Daniel:

-- Si no se le queda bien, nosotros se la mandamos a la tintorería o usted misma la lleva y nos envía la factura para que se la abonemos. Tome mi tarjeta...

Y nos dio su tarjeta. Prontito en un restaurante presuntuoso te gastan estas amabilidades. Incluso si son ellos los que te manchan, te acaban poco menos que diciendo que la culpa fue tuya, por mover la mano cuando iban a servir... No es contradictorio que me guste lo clásico y que sea un partidario de Planet Hollywood de Neptuno, en la esquina del Palace, donde estaban antes las oficinas de Iberia. La amabilidad siempre es clásica y no pasa de moda, por muy escasa que esté en la hostelería de la ciudad más malhumorada de España, que es Madrid. Allí en Planet Hollywood hay que soportar, cierto, una espantosa decoración fetichista de vestuarios de cine. No importa. Vale la pena aguantarla, porque la que de verdad es de cine es la rara amabilidad del personal.

(Publicado el domingo 14 de mayo del 2000)


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