En la cartera de muchos andaluces, en el monedero de muchas andaluzas, la estampa
de Fray Leopoldo. Quienes la llevan, en la mayoría de las veces ni siquiera saben quién
fue Fray Leopoldo. Como no saben apenas el nombre de San Martín de Porres, pero llevan en
el monedero su escoba, que trae las perras seguras, y los billetes, ciertos. O como apenas
saben quién fue Sor Angela de la Cruz, pero colocan flores en su monumento. Hay tanta
romanidad en Andalucía que tenemos hasta nuestros diosecillos familiares y cercanos,
nuestros lares y penates cristianizados. Estos santos de andar por casa. Santos como de
casa y como de la familia. Santos de las penurias y de las carestías en la Andalucía del
hambre. Santa Teresa, que no se enteró de nada como muchos castellanos que vienen a hacer
turismo o a hacer fundaciones, dijo que el diablo tentaba con mayor fuerza en Sevilla. La
santa de Avila estaba completamente desnortada en el Sur, por el camino interior de Las
Moradas. Es todo lo contrario. En Andalucía, con tantas carestías, es más fácil
hacer el voto de pobreza. Por eso salen estos santos a la medida del subdesarrollo. Hay
una cocina del subdesarrollo, una cultura del subdesarrollo y también una santidad del
subdesarrollo. Fray Leopoldo puede ser el ejemplo. Otras tierras dan santos fundadores, el
Iñaki de Loiola como quizá escriban ya por las Vascongadas el nombre del fundador de la
Compañía de Jesús. Otras tierras dan santos obispos y confesores de Reinas, santos
cortesanos, como el San Antonio María Claret de Cataluña. Andalucía da estos santos.
Una zapatera a la divino, como Sor Angela, que alcanzó la santidad echando remiendos a la
pobreza de los sevillanos. O un cateto a lo divino, como el buenazo de Fray Leopoldo.
Gracias a Fray Leopoldo, de
momento es famosa su natal villa de Alpandeire, aunque hasta sus más devotos la sitúan
por esos pueblos con nombre gallegos que hay por la Alpujarra. Alpandeire, aunque suena a
gaita gallega, está en el corazón de la serranía de Ronda. Nacimiento torero, pues,
para un santo, medio paisano de Pedro Romero y de Antonio Ordóñez.
-- Oiga usted, señor
memorialista: que Fray Leopoldo no es santo...
Todavía... Pero para sus
devotos, entre los que el memorialista se encuentra, sí que lo es. Y no santo de Segunda
Regional o santo en el banquillo, sin poder hacer calentamiento por la banda hasta que no
lo alinee el Papa en el conjunto titular del santoral. Santo de todas, todas para quienes,
de niños, lo llegaron a conocer por las calles de Granada, con su talega de limosnero,
pidiendo el dinero a los ricos y dándolo a los pobres, como una especie de Tempranillo a
lo divino. La misma sierra que dio los bandoleros famosos, los contrabandistas del camino
de Gibraltar, dio en la familia del modestísimo labrador Diego Márquez y de su mujer
Gerónima Sánchez un varón, que nació en 1864, y al que pusieron de nombre Francisco,
aunque siempre le llamaron Frasquito. Frasquito estaba destinado a la dura vida de los
andaluces de la sierra, a labrar, como hizo mucho tiempo, la pequeña tierrecita de la
familia, "La Joyuela", más hoya que joya. Desde chico apuntó piedad y
sentimiento por los demás, pero no era, ni mucho menos, un relamido San Luis Gonzaga,
sino un honesto cateto que fue al cuartel, que padeció las carestías de su familia,
trasladándose con ella a Ronda como arrendatarios de tierra, porque "La
Joyuela" no daba para comer a los padres y a los tres hermanos que habían quedado
tras morir Juan Miguel, el segundo, en la guerra de Cuba.
Hasta los treinta y
cinco años no consigue Frasquito Márquez empezar a ser fray Leopoldo, cuando con su
vocación tardía entra en el noviciado de los Capuchinos de Sevilla. Como no tiene
estudio, no podrá ser fogoso predicador como Fray Diego de Cádiz, ni propagandista como
Fray Diego de Valencina, ni poeta como Fray Ricardo de Córdoba. A los torpes de la
Compañía de Jesús los mandaban de mártires al Japón y en los Capuchinos, de legos. A
cuidar la huerta del convento de Antequera, o de limosnero en el convento de Granada.
Donde todo es posible. Hasta que un rondeño sin estudios se meta a la ciudad entera en su
talega de limosnero capuchino, con sus barbas blancas de buen hombre. Incapaz de mentir,
de engañar, de querer ser más que nadie, aún está en el recuerdo de las calles de
Granada su pausado andar, su sonrisa, sus avemarías, sus calladas ayudas a los que lo
necesitaban, si sabría de pobreza el Frasquito de "La Joyuela" que Fray
Leopoldo llevaba dentro. Toda Granada sabía que el lego capuchino de la talega era santo.
Un día de 1953, se cae por las escaleras de una casa de la Plaza de los Lobos donde
estaba ejerciendo su santa mendicidad. Maltrecho y anciano, no volvería más a salir a
sus calles de Granada. Donde murió el 9 de febrero de 1956. Dicen los que lo vieron que,
muerto, tenía en la cara la misma bondad que ahora desparrama en las estampas.