LOS
AMERICANOS, donde quiera que estén en las múltiples colonias de su
Imperio, pueden encontrar un desayuno a su usanza. Estén en Singapur o
en Roma, en Brisbane o en
Aranda de Duero, hallan siempre en el bufé de desayunos del hotel sus
huevos con panceta frita (alias bacon, como Francis), sus
cereales, su café aguado, como de pucherete, al que hemos dado en
llamar café americano para ofensa de Colombia y Brasil, que sí
que son cafés y sí que son americanos, americanos del Sur de Río
Grande, se entiende. En el mundo entero, los alemanes encuentran sus
desayunos con toda la mortadela y todas las salchichas del mundo. Un
francés, en cualquier lugar encuentra igualmente su croissant con
mantequilla. Un inglés, toda suerte de mermeladas, ora de sevillana
naranja amarga, ora de fresas o de esas frutas del bosque cuya
traducción castellana nunca sabemos, porque todas acaban en -berry,
del mismo modo que todas las repúblicas asiáticas de la antigua Unión
Soviética terminan en No-Sé-Cuántos-Tan.
No le arriendo, empero, las ganancias
al español que, habiendo ido a hacer un mandado a los Estados Unidos o
a cualquier nación de la Unión Europea a la que pertenecemos, quiera
desayunar a la española. Los derechos que la hostelería mundial
asegura a americanos, franceses, ingleses y alemanes los tenemos los
españoles completamente negados. No digo ya que exijamos que en un
Hilton, en un Sheraton o en un Intercontinental nos pongan para
desayunar la españolísima masa frita que en unos lugares son churros,
en otros jeringos, tejeringos en algunos o calentitos en mi barrio del
Arenal. El desprecio al desayuno a la española es tan notable que se
confirma en algo tan nacional como el Ave. En el Ave, a la hora de
desayunar, te sirven en clase Club y en Preferente una bandeja que no se
la salta un sueco, un holandés, un mexicano, porque a veces caen hasta
huevos ranchera, siempre con una tortilla a las finas hierbas. ¿Qué
español desayuna en su casa una tortilla a las finas hierbas?
Me miró con cara de extrañeza,
tomándome por loco, la azafata del Ave a la que, camino de la Corte, le
dije una mañana:
-- Señorita, y en vez de esta bandeja
tan extranjera, ¿yo no me podía tomar una tostada con aceite como Dios
manda?
Vano empeño. Puede que en el vagón
restaurante, si te das prisa, encuentres aún tostadas, que siempre se
terminan a poco de salir el tren. Pero en caso de que encuentres las
tostadas, lo que no hallarás será el aceite de oliva, oro puro de los
olivares de nuestra tierra, culto matinal de la olivífera Minerva,
prenda de salud, azote del colesterol y regulador infalible de bajantes
y tuberías del organismo. Soy militante de la tostada con aceite, lo
siento. Igual que otros los derechos de las minorías étnicas, yo
defiendo el uso del aceite en la tostada del desayuno. Con tal ardor lo
hago, que llego a pensar que soy una ONG unipersonal, Aceiteros Sin
Fronteras o algo así. Porque mis buenos disgustos me cuesta conseguir
mi pan con aceite de toda la vida donde quiera que esté. Por loco me
han tomado de Nueva York a Los Angeles, de Moscú a Ciudad del Cabo,
cuando me he acercado al camarero y le he dicho, mientras ponía el pan
en el tostador del autoservicio matinal:
-- ¿Me puede dar aceite de oliva?
Te miran como a un loquito peligroso,
antes de que tarden muchísimo en traerte un convoy de aceitera y
vinagrera, donde el aceite está en su bote bajo palabra de honor: ni
color, ni olor ni densidad se parecen en nada a Borjas Blancas o a
Baena. Harto de tomar como de oliva todos los aceites de semilla del
mundo, una vez me decidí en Puerto Rico a no privarme de mi desayuno de
toda la vida. Fui a un supermercado y me compré, a precio de oro por
cierto, un botecito de 100 centímetros cúbicos de aceite andaluz,
distribuido por la empresa Goya, especializada en alimentación de
hispanos y otros peligrosos sociales cual los adictos a la tostada con
aceite. Igual que otros acuden a desayunar con su frasco de jarabe o con
sus pastillero, yo bajaba al comedor con mi botecito de aceite de oliva.
En el hotel sanjuanero, pedía una orden de tostadas y las rociaba
generosamente con el aceite de Goya. Al cambio, dos o tres dólares de
aceite en cada tostada. Y con tal unción me la tomaba, que un camarero
boricua me dijo una mañana, tras quedarse muy fijo contemplando mi rito
con los casi sagrados óleos matinales:
--- ¿Qué le echa usted al pan,
caballero?
--- Aceite, aceite de oliva...
--- ¿A usted le importa que me quede
viéndolo? Es que nunca he visto comer cosa igual...
Creí que me iba a tocar las palmas,
por la cara de admiración que ponía. O por lo menos que iba a seguir
mi salutífero ejemplo, cuando al final me dijo:
-- Pues a ver si mañana la hago así
en casa...
A la mañana siguiente, me lo encontré
en el desayuno, y cuando le pedí la orden de tostadas y el café, le
pregunté:
-- ¿Qué, desayunó usted también pan
con aceite?
-- Qué va --me dijo--, no me he
atrevido.
-- ¿Por qué?
-- Porque cuando iba a echarle el
aceite a la tostada, así como hace usted, me dijo la doñita:
"¿Pero estás tú loco, mi amor? Ave María, echarle aceite a las
tostadas. ¿Es que tú te crees que las tostadas son un carro viejo que
hay que echarle aceite?
Aquella mañana fue justo cuando me
gané la Cruz Laureada del Aceite de Oliva. Lo que pasa es que con esto
de la pérdida de las colonias, el expediente contradictorio de su
concesión debe de andar extraviado entre San Juan de Puerto Rico y
Madrid y aún no ha venido mi nombre en la "Gaceta".