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Antonio Burgos: Jazminez en el ojal

 

Una tostada con aceite

LOS AMERICANOS, donde quiera que estén en las múltiples colonias de su Imperio, pueden encontrar un desayuno a su usanza. Estén en Singapur o en Roma, en Brisbane o en Aranda de Duero, hallan siempre en el bufé de desayunos del hotel sus huevos con panceta frita (alias bacon, como Francis), sus cereales, su café aguado, como de pucherete, al que hemos dado en llamar café americano para ofensa de Colombia y Brasil, que sí que son cafés y sí que son americanos, americanos del Sur de Río Grande, se entiende. En el mundo entero, los alemanes encuentran sus desayunos con toda la mortadela y todas las salchichas del mundo. Un francés, en cualquier lugar encuentra igualmente su croissant con mantequilla. Un inglés, toda suerte de mermeladas, ora de sevillana naranja amarga, ora de fresas o de esas frutas del bosque cuya traducción castellana nunca sabemos, porque todas acaban en -berry, del mismo modo que todas las repúblicas asiáticas de la antigua Unión Soviética terminan en No-Sé-Cuántos-Tan.

No le arriendo, empero, las ganancias al español que, habiendo ido a hacer un mandado a los Estados Unidos o a cualquier nación de la Unión Europea a la que pertenecemos, quiera desayunar a la española. Los derechos que la hostelería mundial asegura a americanos, franceses, ingleses y alemanes los tenemos los españoles completamente negados. No digo ya que exijamos que en un Hilton, en un Sheraton o en un Intercontinental nos pongan para desayunar la españolísima masa frita que en unos lugares son churros, en otros jeringos, tejeringos en algunos o calentitos en mi barrio del Arenal. El desprecio al desayuno a la española es tan notable que se confirma en algo tan nacional como el Ave. En el Ave, a la hora de desayunar, te sirven en clase Club y en Preferente una bandeja que no se la salta un sueco, un holandés, un mexicano, porque a veces caen hasta huevos ranchera, siempre con una tortilla a las finas hierbas. ¿Qué español desayuna en su casa una tortilla a las finas hierbas?

Me miró con cara de extrañeza, tomándome por loco, la azafata del Ave a la que, camino de la Corte, le dije una mañana:

-- Señorita, y en vez de esta bandeja tan extranjera, ¿yo no me podía tomar una tostada con aceite como Dios manda?

Vano empeño. Puede que en el vagón restaurante, si te das prisa, encuentres aún tostadas, que siempre se terminan a poco de salir el tren. Pero en caso de que encuentres las tostadas, lo que no hallarás será el aceite de oliva, oro puro de los olivares de nuestra tierra, culto matinal de la olivífera Minerva, prenda de salud, azote del colesterol y regulador infalible de bajantes y tuberías del organismo. Soy militante de la tostada con aceite, lo siento. Igual que otros los derechos de las minorías étnicas, yo defiendo el uso del aceite en la tostada del desayuno. Con tal ardor lo hago, que llego a pensar que soy una ONG unipersonal, Aceiteros Sin Fronteras o algo así. Porque mis buenos disgustos me cuesta conseguir mi pan con aceite de toda la vida donde quiera que esté. Por loco me han tomado de Nueva York a Los Angeles, de Moscú a Ciudad del Cabo, cuando me he acercado al camarero y le he dicho, mientras ponía el pan en el tostador del autoservicio matinal:

-- ¿Me puede dar aceite de oliva?

Te miran como a un loquito peligroso, antes de que tarden muchísimo en traerte un convoy de aceitera y vinagrera, donde el aceite está en su bote bajo palabra de honor: ni color, ni olor ni densidad se parecen en nada a Borjas Blancas o a Baena. Harto de tomar como de oliva todos los aceites de semilla del mundo, una vez me decidí en Puerto Rico a no privarme de mi desayuno de toda la vida. Fui a un supermercado y me compré, a precio de oro por cierto, un botecito de 100 centímetros cúbicos de aceite andaluz, distribuido por la empresa Goya, especializada en alimentación de hispanos y otros peligrosos sociales cual los adictos a la tostada con aceite. Igual que otros acuden a desayunar con su frasco de jarabe o con sus pastillero, yo bajaba al comedor con mi botecito de aceite de oliva. En el hotel sanjuanero, pedía una orden de tostadas y las rociaba generosamente con el aceite de Goya. Al cambio, dos o tres dólares de aceite en cada tostada. Y con tal unción me la tomaba, que un camarero boricua me dijo una mañana, tras quedarse muy fijo contemplando mi rito con los casi sagrados óleos matinales:

--- ¿Qué le echa usted al pan, caballero?

--- Aceite, aceite de oliva...

--- ¿A usted le importa que me quede viéndolo? Es que nunca he visto comer cosa igual...

Creí que me iba a tocar las palmas, por la cara de admiración que ponía. O por lo menos que iba a seguir mi salutífero ejemplo, cuando al final me dijo:

-- Pues a ver si mañana la hago así en casa...

A la mañana siguiente, me lo encontré en el desayuno, y cuando le pedí la orden de tostadas y el café, le pregunté:

-- ¿Qué, desayunó usted también pan con aceite?

-- Qué va --me dijo--, no me he atrevido.

-- ¿Por qué?

-- Porque cuando iba a echarle el aceite a la tostada, así como hace usted, me dijo la doñita: "¿Pero estás tú loco, mi amor? Ave María, echarle aceite a las tostadas. ¿Es que tú te crees que las tostadas son un carro viejo que hay que echarle aceite?

Aquella mañana fue justo cuando me gané la Cruz Laureada del Aceite de Oliva. Lo que pasa es que con esto de la pérdida de las colonias, el expediente contradictorio de su concesión debe de andar extraviado entre San Juan de Puerto Rico y Madrid y aún no ha venido mi nombre en la "Gaceta".

 

(Publicado el domingo 9 de abril del 2000)


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