Muchas
planillas lleva la ciudad rellenas en su libro de caligrafía de la belleza sobre la
sorpresa del primer nazareno del Domingo de Ramos, sobre el hallazgo del primer naranjo en
flor del mes de marzo, sobre el primer tubo de la portada de la feria, sobre el primer
tamboril rociero que suena por la calle Evangelista de Triana... o por el Cerro del
Águila, que todo hay que decirlo. Las flores, empero, y los árboles tienen peor prensa
en esta galería de bellezas de la ciudad. Sevilla es una ciudad que ama las flores, las
plantas, los árboles. La pobreza de los corrales estaba llena de latas de tomate oxidadas
haciendo de macetas con unos geranios colgados en la pared. Desde las tapias de los
conventos, las bouganvillas, purpúreas como manto de ceremonia de cardenal-arzobispo,
daban solemnidad a la cal humilde de las clausuras. El otro día me fijé en la monumental
buganvilla de la Casa de las Dueñas, que merecería estar en las guías de las bellezas
de la ciudad. Sobre la fachada de esa casa que tiene tanto de cortijo metido en los
alrededores del barrio de la Feria, junto a las Peñuelas, la buganvilla forma como un
grutesco floral, impresionante, con unos volúmenes en los que las ventanas son como
novias que se asoman entre tanta belleza. Yo compararía a la buganvilla de la duquesa de
Alba con los grutescos del Alcázar, con las estalactitas de la Gruta de las Maravillas.
Siempre es una gruta de maravillas una buganvilla florecida, como la que tiene don Manuel
Olivencia en su casa de la Palmera, tan perfecta que cuando lo veo en los toros le digo de
broma:
--- Esa buganvilla tuya es tan
perfecta que no tiene que ser natural...
Y Olivencia, desde la retranca
rondeña, me lo corrobora:
--- No, es una buganvilla
contrahecha, que la ha fabricado Hanne con flores de trapo...
Esta ciudad que ama alas
flores es, siempre los contrastes, la ciudad arboricida. Pasas delante del Palacio de San
Telmo y a aquellos árboles tan de los Austrias y tan poco de los Montpensier que le han
puesto cuando cortaron los plátanos de Indias sólo les faltan las lucecitas de Navidad y
los anuncios de turrón El Almendro. ¿Vale la visión de una fachada que corten la
belleza del verdor de unos árboles con medio siglo en sus ramas? Alerto a los ecologistas
que los jardines de la Cinco Llagas también quieren dejarlos como la palma de la mano,
para que se vea la fachada del Parlamento Andaluz. Quitamos los árboles de donde han
estado siempre y los ponemos donde no han estado nunca. En el aún incomprensiblemente
llamado todavía Puente del Generalísimo (¿para cuándo el cambio de nombre,
Soledad Becerril, tú que luchaste contra su dictadura?)... En ese puente, decía, han
puesto macetones con arbolitos. Será el único puente floreado del mundo. Eso del floreo
está muy bien para las dianas de Caballería del Brigada Rafael, pero es incomprensible
para los puentes.
Claro que frente a todo,
bravía, libre, está la belleza de la jacaranda. Era a la salida de una de las corridas
de toros llamadas sin farolillos cuando, como anuncio del gozo, me encontré en el
Paseo Colón, a la orilla del río, con el rabioso azul de las jacarandas florecidas. Ni
en Ciudad del Cabo, donde es árbol nacional, tienen estas flores azulencas tal belleza,
con su color tan de Jueves Santo, color entre túnica Valle y túnica Quinta Angustia. Tan
sevillano es este árbol procedente del Brasil que el tratado de José Elías Bonet dice
que "prefiere los lugares a pleno sol, temiendo el frío". Las jacarandas, como
mujeres que son, en cuanto pasan los fríos que temen, se echan a la calle a cuerpo de
flor y dicen "aquí estoy yo". Verlas por vez primera florecidas es otro de los
secretos gozos de esta primavera tan loca y tan adelantada que hace que florezcan en mayo
los árboles de junio, como las jacarandas, o como el magnolio de la Catedral, que anuncio
solemnemente que ya está con sus blancas flores como barrunto del baile de los seises.