NO SÉ POR QUÉ SE
nos llena la boca hablando de la Inglaterra victoriana, cuando aquí
tenemos una olvidada, ignorada,
destruida España victoriana. Lo que ocurre es que como está en trance
de desaparición, por las sucesivas reformas de las modernidades de cada
tiempo, tienes que entrar, como hice la otra mañana, en una ferretería
monumental y artística que se llame Bazar Victoria para que te des
cuenta de que hubo una moda, una estética, una mentalidad que
caracterizaron la España del reinado de Doña Victoria Eugenia de
Battemberg. La España victoriana es tan interesante como la huelga
general de 1917, que dicen que fue el fenómeno social que acabó con
ella. Es una España en la que la tradición lucha contra el progreso.
Al fin y al cabo, lo de siempre aquí, señores guardias civiles, la
lucha entre romanos y cartagineses que aún no ha terminado. Aquella
España victoriana, por ejemplo, dio la Generación del 27 mientras
seguía produciendo por docenas poetastros locales cuya gloria era
acompañar a la reina de los Juegos Florales y recibir de sus manos la
flor natural o la englantina. Una España entre la cursilería y el Art
Decó, entre Sert y Aníbal González, entre el Ensanche y el Barrio
Gótico, entre los distinguidossportmen y los toreros,
entre Las Hurdes y la Ciudad Universitaria, entre Buñuel y los Hermanos
Alvarez Quintero.
En aquella España y en honor de la
Reina, la nación se llenó de establecimientos que se llamaban
Victoria: Granja Victoria, Café Victoria, Confitería Victoria... Mal
nombre tuvo aquella hermosa Reina de España, porque en esta nación de
aventuras coloniales y guerras civiles, entendemos siempre por Victoria
el triunfo de media España sobre la otra media, o sobre los socorridos
moros de cada Reconquista. Hay que ser un experto en estética refinada
de la España de entreguerras (que no otra cosa es la España
victoriana) para distinguir los títulos que honran a la Reina de los
que recuerdan todavía a triunfos militares de Prim o de O´Donnell en
las sucesivas guerras africanas, o ya a triunfos de los golpistas en la
contienda incivil. Victoria fue la de la batalla de Tetuán y Victoria
fue la paz de los cementerios en 1939. Distintas de esta Victoria
Regina de la España de los bombines y las gorrillas belmontinas, de
las últimas levitas y las primeras chaquetas americanas, de los raros
automóviles y las berlinas de los puntos de las paradas de los coches
de caballos.
A esta España pertenece y sigue
perteneciendo el hermoso Bazar Victoria de mi pueblo. Está en la calle
donde Cervantes estuvo preso y dicen que concibió El Quijote.
Entrecárceles se llama la calle todavía, porque estaba entre la
cervantina Cárcel Real del pueblo y la Cárcel de los Señores, que
hasta en presidiarias materias había clases. Tiene la ferretería
ejercicio de grandeza hasta en su mismo título, de ser llamada Bazar.
Grandeza del largo mostrador de caoba, de sus estantes como de
Biblioteca Nacional o por lo menos de Universidad de La Regenta.
Hasta un altillo de escalares y barandilla tiene el comercio que es el
que te hace recordar aquella biblioteca donde don Ramón Menéndez Pidal
salía siempre retratado, encaramado en una escalera a la busca de una
edición dieciochesca de una variante del romance de Gerineldos.
Como tantas cosas fuera del tiempo,
como las señoras que fueron guapas y conservan la belleza, la
ferretería victoriana de Entrecárceles guarda el esplendor perdido en
la largura de ese mostrador, donde estás viendo los guardapolvos de
ocho dependientes, dos escribientes y cinco aprendices, que es apenas
ahora el empleado que, solo, navega entre aquellos mares de objetos de
otro tiempo, como un museo de la civilización: los grandes baños de
cinc donde nos lavaban cuando apenas había agua corriente en casa; las
alambreras para el brasero de cisco picón; las perchas para los
pájaros; las trampas para los ratones, como salidas de un dibujo de
Benejam en el TBO; las pilas de cubos como los que usábamos cuando
sacábamos el agua dulce del pozo; las sogas, las cuerdas, todo el
esparto oliendo a antiguo; las ollas de porcelana, enormes, cuarteleras,
como para ser usadas por una tribu africana para guisar al explorador y
al misioneros juntos... Y la maravilla de los cajoncitos y anaqueles con
la muestra del objeto que contienen, éste las alcayatas gitanas, aquél
las lijas de esmeril, el otro los cáncamos...
Hay un silencio de biblioteca del
Congreso en la ferretería victoriana, donde el signo de los tiempos ha
dejado los estantes de autoservicio. Frente a las puntillas, los
tornillos y los destornilladores en sus nichos de caoba detrás del
mostrador, aquí fuera, sobre el suelo de losetas hidráulicas, tan
modernas entonces, tan de época ahora, están los expositores con los
surtidos de puntillas, con las pilas para el transistor, con el aspersor
para el riego del césped de la parcela, todo en sus fundas de
plástico, todo retractilado, adocenado, impersonal. El dependiente
permanece detrás de su largo mostrador de caoba, como un trono, te
despacha al peso las puntillas y parece como si contemplara el paso
irreparable del tiempo en esos expositores de los autoservicio de las
ferreterías, como de góndolas de una gran superficie, no de este
camarote de lujo de la ferretería victoriana.
Resiste, ferretería victoriana de
Entrecárceles. Sigue pregonando tu Victoria en las letras de tu
muestra, con el nombre de la Reina guapa de aquella España de
entreguerras que olía a esparto y a charol.