HAY VECES EN QUE SE
TIENE LA PRIVILEGIADA OCASION DE ESTAR EN UNA COPLA. Por ejemplo,Bajo los puentes del Sena, pasando en el barquito turístico, te
acuerdas inmediatamente de la primera noche de amor de aquella artista
que la cantaba, ¿era Raquel Meller? Hay veces en que coges el coche por
una autopista y vas Desde Santurce a Bilbao, sin necesidad de
remangarte la falda, de lucir la pantorrilla ni de pregonar sardinas
frescas. Yo he estado en una copla andaluza. En una copla del Príncipe
Gitano concretamente. Acabo de estar en el Cortijo de los Mimbrales:
"Cortijo de los Mimbrales/ en la Baja Andalucía".
Si la letra hubiera sido escrita por un
redactor de guías turísticas nos hubiera orientado bastante más que
con los tópicos de vaqueros, marismas, cerrados y chavalillos del
Príncipe Gitano. Nos hubiera dicho que el Cortijo de los Mimbrales
está en la carretera A-483, kilómetro 30 de la carretera de Almonte a
Matalascañas. Incluso precisa matices esta definición de punto
kilométrico, tan informe sobre atascos de la Dirección General de
Tráfico un domingo de verano por la tarde. Eso de la A-483 significa
que está a la vera del Coto de Doñana, junto a la hermosa Madre de la
Rocina, que es la laguna junto a la ermita del Rocío donde pastan las
yeguas salvajes de la marismas y se miran en el agua los flamencos, las
espátulas, los espurgabueyes y las garzas reales. Ese puente de la
salida del Rocío es como una tarjeta de presentación que el Coro de
Doñana saca a la carretera, con un fondo, además, de aldea y de ermita
de la Blanca Paloma, que es como la Más Preciada y Divina Especie de
cuantas aves anidan en las marismas y humedales de los caños del
Guadiamar y del Guadalquivir.
Yo desconfiaba bastante de los hoteles
con encanto hasta que llegué al Cortijo de los Mimbrales. Suele
producirse un cierto desencanto en los hoteles con encanto de los que
tanto se lee. Sería que del Cortijo de los Mimbrales no había leído
más que la literatura folklórica del Príncipe Gitano, pero la verdad
es que me llevé una agradable sorpresa. Como pionero de las playas del
Coto de Doñana, a las que voy hace más de treinta años, yo conocía
el Cortijo de los Mimbrales. Pero no por este nombre, sino por el que le
daban los almonteños, un topónimo precioso, como de canción de María
Dolores Pradera: Los Guayules. Los Guayules era un poblado de
colonización ya medio abandonado, donde España vivió una historia de
la autarquía propia de una película neorrealista, el Bienvenido,
Mister Firestone delcaucho. España, por culpa de la
dictadura, estaba aislada del mundial ruido económico y sufría todas
las carestías de las cartillas de racionamiento. Vivíamos en la otra
cara de la moneda de curso legal de la sociedad globalizada. Franco
quería que España fuera todo lo contrario: una autarquía. Una
sociedad que se bastara a sí mismo, que produjera cuanto consumía, sin
importarle las importaciones... porque nadie quería exportar nada a
semejante tirano. Así se ocurrió a alguien del INI sembrar guayules en
la marisma huelvana de la copla del Cortijo de los Mimbrales. Guayules,
unos arbustos cultivados en grandes extensiones en Estados Unidos, que
producen caucho, dicen, en cantidades industriales. Su nombre
científico es Parthenium Argentatum. Sembraron la marisma, entre
el Coto de Doñana, los pinares del camino de Moguer y El Rocío, de
estos árboles productores del ansiado caucho. Como aquello estaba en el
fin del mundo, hicieron un poblado de colonización, casi un koljos
o un kibbut del franquismo: barracones con su escuela, su
iglesia, su economato, su cantina. Dicen las malas lenguas que a pesar
de todos los esfuerzos del autárquico INI y de los discursos de Franco,
de las plantaciones de guayules de Almonte no salió caucho más que...
¡para hacer un tampón! Probablemente, el que selló el abandono de la
aventura imperial de los que, por etimología popular, los almonteños
llamaban los aguayules.
Volvió el Cortijo de los Mimbrales a
ser lo que era: una explotación agraria en la marisma huelvana de la
copla. Buenas peras y buenas sandías que vendían allí, que los
veraneantes comprábamos al volver de la playa. Terminado el sueño del
caucho, aquello deba la impresión de un poblado abandonado de la United
Fruit en una novela de Miguel Angel Asturias. Creíamos que Los
Mimbrales seguía así, hasta que un día nos hablaron del prodigio. Un
vasco, don José Joaquín Aguirre, había comprado la explotación
agrícola, donde produce naranjas que no tienen nada que envidiar a las
manzanas doradas del Jardín de las Hespérides de Hércules, que por
aquí cerca, en este ruedo de la marisma, se debió de encerrar con los
famosos 6 toros, 6 de Gerión, un Miura mitológico. Pero aparte de
dedicarse a los naranjales y a las frutas, el señor Aguirre había
hecho algo realmente encantador: convertir el antiguo poblado de
colonización en un hotel. Donde la antigua cantina, el bar y el
restaurante. Donde los barracones de los colonos, bungalows más que
simpáticos, decorados con el buen gusto de los ingleses, con sus
cretonas, sus muebles de madera lavada, rotulados con el nombre de aves
de la marisma en lugar de los impersonales números hoteleros. En las
antiguas naves industriales, los salones, agradables como una casa
particular, donde podemos ver las antiguas fotos del poblado y sus
habitantes. En los jardines de naranjos, la piscina. Y el silencio de la
marisma. Y la cercanía del Coto de Doñana. Y la tranquilidad. Ya digo,
como vivir en el paraíso soñado de una copla: Cortijo de los
Mimbrales. Y gracias a Dios, sin los topicazos de la andaluzada del
Príncipe Gitano, sino con el paladar de un empresario vasco.