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Antonio Burgos: Jazminez en el ojal

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Cortijo de los Mimbrales

 

HAY VECES EN QUE SE TIENE LA PRIVILEGIADA OCASION DE ESTAR EN UNA COPLA. Por ejemplo, Bajo los puentes del Sena, pasando en el barquito turístico, te acuerdas inmediatamente de la primera noche de amor de aquella artista que la cantaba, ¿era Raquel Meller? Hay veces en que coges el coche por una autopista y vas Desde Santurce a Bilbao, sin necesidad de remangarte la falda, de lucir la pantorrilla ni de pregonar sardinas frescas. Yo he estado en una copla andaluza. En una copla del Príncipe Gitano concretamente. Acabo de estar en el Cortijo de los Mimbrales: "Cortijo de los Mimbrales/ en la Baja Andalucía".

Si la letra hubiera sido escrita por un redactor de guías turísticas nos hubiera orientado bastante más que con los tópicos de vaqueros, marismas, cerrados y chavalillos del Príncipe Gitano. Nos hubiera dicho que el Cortijo de los Mimbrales está en la carretera A-483, kilómetro 30 de la carretera de Almonte a Matalascañas. Incluso precisa matices esta definición de punto kilométrico, tan informe sobre atascos de la Dirección General de Tráfico un domingo de verano por la tarde. Eso de la A-483 significa que está a la vera del Coto de Doñana, junto a la hermosa Madre de la Rocina, que es la laguna junto a la ermita del Rocío donde pastan las yeguas salvajes de la marismas y se miran en el agua los flamencos, las espátulas, los espurgabueyes y las garzas reales. Ese puente de la salida del Rocío es como una tarjeta de presentación que el Coro de Doñana saca a la carretera, con un fondo, además, de aldea y de ermita de la Blanca Paloma, que es como la Más Preciada y Divina Especie de cuantas aves anidan en las marismas y humedales de los caños del Guadiamar y del Guadalquivir.

Yo desconfiaba bastante de los hoteles con encanto hasta que llegué al Cortijo de los Mimbrales. Suele producirse un cierto desencanto en los hoteles con encanto de los que tanto se lee. Sería que del Cortijo de los Mimbrales no había leído más que la literatura folklórica del Príncipe Gitano, pero la verdad es que me llevé una agradable sorpresa. Como pionero de las playas del Coto de Doñana, a las que voy hace más de treinta años, yo conocía el Cortijo de los Mimbrales. Pero no por este nombre, sino por el que le daban los almonteños, un topónimo precioso, como de canción de María Dolores Pradera: Los Guayules. Los Guayules era un poblado de colonización ya medio abandonado, donde España vivió una historia de la autarquía propia de una película neorrealista, el Bienvenido, Mister Firestone del caucho. España, por culpa de la dictadura, estaba aislada del mundial ruido económico y sufría todas las carestías de las cartillas de racionamiento. Vivíamos en la otra cara de la moneda de curso legal de la sociedad globalizada. Franco quería que España fuera todo lo contrario: una autarquía. Una sociedad que se bastara a sí mismo, que produjera cuanto consumía, sin importarle las importaciones... porque nadie quería exportar nada a semejante tirano. Así se ocurrió a alguien del INI sembrar guayules en la marisma huelvana de la copla del Cortijo de los Mimbrales. Guayules, unos arbustos cultivados en grandes extensiones en Estados Unidos, que producen caucho, dicen, en cantidades industriales. Su nombre científico es Parthenium Argentatum. Sembraron la marisma, entre el Coto de Doñana, los pinares del camino de Moguer y El Rocío, de estos árboles productores del ansiado caucho. Como aquello estaba en el fin del mundo, hicieron un poblado de colonización, casi un koljos o un kibbut del franquismo: barracones con su escuela, su iglesia, su economato, su cantina. Dicen las malas lenguas que a pesar de todos los esfuerzos del autárquico INI y de los discursos de Franco, de las plantaciones de guayules de Almonte no salió caucho más que... ¡para hacer un tampón! Probablemente, el que selló el abandono de la aventura imperial de los que, por etimología popular, los almonteños llamaban los aguayules.

Volvió el Cortijo de los Mimbrales a ser lo que era: una explotación agraria en la marisma huelvana de la copla. Buenas peras y buenas sandías que vendían allí, que los veraneantes comprábamos al volver de la playa. Terminado el sueño del caucho, aquello deba la impresión de un poblado abandonado de la United Fruit en una novela de Miguel Angel Asturias. Creíamos que Los Mimbrales seguía así, hasta que un día nos hablaron del prodigio. Un vasco, don José Joaquín Aguirre, había comprado la explotación agrícola, donde produce naranjas que no tienen nada que envidiar a las manzanas doradas del Jardín de las Hespérides de Hércules, que por aquí cerca, en este ruedo de la marisma, se debió de encerrar con los famosos 6 toros, 6 de Gerión, un Miura mitológico. Pero aparte de dedicarse a los naranjales y a las frutas, el señor Aguirre había hecho algo realmente encantador: convertir el antiguo poblado de colonización en un hotel. Donde la antigua cantina, el bar y el restaurante. Donde los barracones de los colonos, bungalows más que simpáticos, decorados con el buen gusto de los ingleses, con sus cretonas, sus muebles de madera lavada, rotulados con el nombre de aves de la marisma en lugar de los impersonales números hoteleros. En las antiguas naves industriales, los salones, agradables como una casa particular, donde podemos ver las antiguas fotos del poblado y sus habitantes. En los jardines de naranjos, la piscina. Y el silencio de la marisma. Y la cercanía del Coto de Doñana. Y la tranquilidad. Ya digo, como vivir en el paraíso soñado de una copla: Cortijo de los Mimbrales. Y gracias a Dios, sin los topicazos de la andaluzada del Príncipe Gitano, sino con el paladar de un empresario vasco.

 

(Publicado el domingo 4 de junio del 2000)

 

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