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La calle Sierpes, imagen universal de Sevilla |
Concha es sevillana. Es profesora de Historia del Arte. Vive en Estados
Unidos. En el Estado de Georgia, siempre el Sur de los andaluces. No lejos del lugar donde
el poeta Manuel Mantero tiene una casa con muchos libros, muchos recuerdos de Sevilla y
unos acres de pinos y olmos que le recuerdan a veces el paisaje de una infancia en la
Cárcava de Sanlúcar la Mayor. Concha me lee todos los días por Internet. Concha, muchas
noches, me escribe preguntándome cosas de Sevilla. Me pregunta por el Giraldillo nuevo.
Me pregunta por viejos profesores de aquella nuestra Facultad de Letras del patio de
pilistras y silencios del Laboratorio de Arte. Me pregunta por las lejanas calles
queridas, por Sierpes, por la Plaza.
Y le voy contando a Concha las nuevas de
Sevilla, que es como escribir la crónica de la cernudiana desolación de la quimera, o
como poner por correo electrónico días irrecuperables de los años irreparables de
Rafael Montesinos, o como entrarse por la puerta del país de la esperanza en la tierra de
las Esperanzas. En el fondo, todos vivimos tan lejos de Sevilla como Concha. Sevilla es
cada día, para todos, en todos los tiempos, una ciudad que se aleja, otra ciudad que
viene. Bécquer, una vez que volvió, se preguntó por qué habían desaparecido tantas
cosas y para qué habían aparecido otras. Siempre estamos haciéndonos las preguntas de
Bécquer. Ciudad presocrática de la parte del todo fluye río abajo y nada permanece
sobre las veletas de las espadañas, esa cigüeña de San Blas no es aquella cigüeña de
San Blas en la vieja Fábrica de Artillería.
Leyendo los mensajes de Concha me adentro
por las sierpes y siete revueltas de las nostalgias de Sevilla, de los futuros de Sevilla.
Pienso que en esta ciudad cambiante, el rito cumple una función de piedra fundacional, de
cimiento de la memoria colectiva. El gozo de las vísperas de la Semana Santa es la
certeza de que es preciso que algo no cambie para que todo permanezca. Sabemos que
llegará el Domingo de Ramos con la misma luz de siempre, con los mismos estrenos de
siempre, con los mismos sonidos de siempre. Esos mismos sonidos tradicionales de Sevilla,
que han sido recogidos en un disco, son una maroma del lanchón de la cucaña de la Velá
de Santana que nos amarran al muelle del río que nos lleva, noray de bronce antiguo de
campana que sonará con el sonido de siempre cuando las calles se llenen de sillas y los
balcones de palmas nuevas.
Es la seguridad del azahar. Este azahar que
dentro de unos días oleremos, si es que por algunos secretos jardines no se está ya
oliendo, es el mismo azahar que olieron nuestros padres, en primaveras de noviazgo que
tenían tres colores: rojo, amarillo y morado. El mismo azahar que trasminaba desde el
patio en casa de la abuela, entre aquellos ceniceros chilenos de cobre de la juventud
vivida en la Exposición Iberoamericana. La memoria de una ciudad puede estar en el olor
de una flor. Las memorias de sus hombres pueden escribirse en las ramas blancas de unos
árboles.
Y por eso Concha, cuando llegan estas
fechas, en su casa americana de Georgia, sube a un secreto rincón del soberado donde hay
cajas de fotos con primeros vestidos de nazareno y amigas de flamenca. Su sangre es
sevillana, y no hay lejanías que remansen el recuerdo. Allí, en el cuarto de los
chismes, Concha tiene una botella azul y alargada, de nervios de mañanas de exámenes.
Concha abre la botella, la huele. Dice que tiene que darse un chute de azahar. En la casa
americana de Concha, a estas horas el recuerdo de olor del agua de azahar habrá
proclamado ya la primavera.
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