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Antonio Burgos: Jazminez en el ojal

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Horacio en la alberca

 

VIENE EL AVIÓN hacia la ciudad, perdiendo altura, ganando cabecera de pista. Sobrevuela urbanizaciones. Olivares, barbechos que ya no dan trigo, cabezos de los Alcores fueron parcelados. Carreteras asfaltadas recorren ahora los que fueron caminos. Se adivinan las verjas, los porches de blancos muebles de terraza, el cobertizo para estacionar el coche y lavarlo a manguerazo limpio como distracción del fin de semana. Y las piscinas. Desde la ventanilla del avión se ve tantas piscinas como casas. Piscinas que, a veces, ocupan casi toda la parcelita. Piscinas para refrescar noches de barbacoa y televisor con partido de trofeo veraniego sacado al porche. Piscinas mayores y menores. Algunas, como pilones que incluso desde al avión, se adivinan prefabricados. Hicieron un hoyo grande en el jardín, llegó el camión con la piscina prefabricada y a las pocas horas ya estaban los niños chapoteando con los flotadores. Lo que has escuchado, con crueldad, tantas veces de quien ridiculizaba a unos amigos con parcelita:

-- Y tienen una piscina. Bueno, piscina... Ellos la llaman piscina, pero en realidad es un pilón grande...

Me fijo desde la ventanilla, ahora que el avión va perdiendo altura, y encuentro, qué maravilla, una alberca. Desde la altura, todas las piscinas de los chalés son iguales, azules, como el Beverly Hills en miniatura que quieren ser. La alberca, no. La alberca, desde la altura, tiene el verdoso color del frescor. El color de la memoria del verano. Un prodigio. En un cortijo que no ha perdido la forma de tal, hacienda aún no parcelada, con su empedrado patio de gañanía y su torre de viga de almazara, con la espadaña del oratorio y la veleta del arco donde anidan las cigüeñas, está la alberca. No la piscina. Sin depuradora, sin césped alrededor. Sin barbacoa prefabricada de Leroy Merlin en un ángulo. Sin escalerillas de aluminio. La alberca de toda la vida. La alberca de regar las huertas. La alberca que no es un hoyo impersonal y azulado, prefabricado, que se hunde en el suelo de la parcelita, sino la alberca que se eleva sobre los bancales de la huerta, construida con muros de adobe, para que el agua llegue por los regajos a los tomates, a las sandías, a los naranjos. ¿Qué mejor riego por goteo que el goteo de la lenta lengua de agua que invadía los canales de riego cuando le quitaban el tapón a la alberca? Nos mandaban llamar para ver la maravilla del espectáculo del agua:

-- ¡Niños, venid corriendo, que le van a quitar el tapón a la alberca!

Y le quitaban aquel tocón de rama de eucalipto cubierto con arpillera de saco, como el ariete de una película de romanos, y salía, plata verdosa, el agua de la alberca camino de los melones, de las sandías, por los bancales abajo... No hacía falta depuradora. ¿Qué mejor depuradora que el caño de agua que manaba de la sierra y que permanentemente, día y noche, brotaba del venero y saltaba en la fuente que presidía la alberca, con una imagen en azulejos, San Cayetano, la Virgen del Carmen, San Isidro? Ni en los años de sequía faltaba aquel caño del venero de la alberca. Algunos veranos caía con menor fuerza en aquel piloncillo donde enfriábamos los bruños de la merienda y el melón del postre, y las botellas de cerveza del almuerzo. Nos decían:

-- Es que ha sido un invierno muy seco, pero este venero nunca se agosta...

Como no se agosta, cuando vamos sobrevolando piscinas, la memoria de la alberca, niños en calzoncillos blancos que hacían de bañador, de cabeza a aquel paraíso donde había que quitar la capa de limo, por la que correteaban insectos como extraterrestres, de flotantes patas, veloces. O bajo la que estaban las asquerosas bichas de agua. Daba lo mismo. Le robábamos plata a los riegos, cuando llegaba Clemente, el dueño de la huerta donde dejaban que nos bañáramos:

-- Venga, a ver si termináis ya con los baños, que Clemente tiene que regar...

La morera le daba sombra, como se la daban el nogal y la higuera. Luego, en la Facultad, cuando teníamos que traducir a Horacio, nos acordábamos del paisaje idílico de la alberca. Había un silencio de tarde con eras aprovechando la marea del poniente a lo lejos, quebrado por los gritos de los niños en la alberca. Fría como ella sola, que de la sierra venía el caño que nunca se agotaba. Será un milagro del San Cayetano del azulejo de la fuente, nos decían, mientras nos sacaban de la alberca, nos daban las toallas de aquellos colores espantosos, rosas, celestes, toallas siempre húmedas, hechas más para un palanganero que para los tiritones al lado de los gruesos muros blanqueados de la alberca, la eterna lucha de la cal contra la verdina de las bichas de agua y el limo de los rincones, el que se te pegaba a los dedos cuando ponías los pies en el fondo cenagoso.

Le decíamos "alberca" y es como si estuviéramos certificando que aquella noria era del tiempo de los moros. Cuando hacíamos la traducción de Horacio comprobamos más tarde que más romana no podía ser. Merecía en verdad una palabra tan del latín como "piscina". Estas piscinas que ahora sobrevolamos, donde no hay niños que descubran la naturaleza en el borbotón de agua cuando le quitan el tapón a la alberca. Fuimos, quizá, la última generación que se bañó en las albercas de riego. En los presocráticos aprendimos que no puede uno bañarse dos veces en el mismo río, y ahora, contemplando piscinas de urbanizaciones desde la ventanilla del avión, comprobamos que nunca nadie más podrá bañarse en aquellas horacianas albercas.

 

(Publicado el domingo 16 de julio del 2000)

 

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