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Gil, con la publicidad de
Marbella que lo ha llevado a la cárcel |
Si hay un lleno hasta la bandera, en
Las Ventas caben veintitantos mil espectadores. No llegan a quince mil los que afora la
Maestranza. Ni Las Ventas ni la Maestranza juntas llegan a la mitad del aforo del Bernabeu
o del Nou Camp. Del espectáculo de esa tarde, se informa en unas breves líneas de los
periódicos. Ningún telediario da un previo con una entrevista con El Juli. Al día
siguiente, no hay titulares de palmo y medio en los diarios taurinos, porque en esta
España donde los toros son la fiesta nacional, los que existen son periódicos
futbolísticos. No hablemos de la televisión. Ni el sábado ni el domingo hay corrida por
televisión, ni la exclusiva de los toros es punta de lanza en la guerra de los medios.
Bueno, pues este espectáculo minoritario,
que no mueve masas, que apenas mueve más millones que los que mangan los trincones de los
diversos estratos de la fiesta, aún sufre un férreo control del Estado. Esa corrida de
Las Ventas o de La Maestranza es presidida por un policía, y hay en el callejón un
delegado gubernativo, y antes han tenido que ser cubierto los más prolijos pasos
reglamentarios, desde comprobar el tamaño de las puyas a revisar la Seguridad Social de
los banderilleros. Para que nos entendamos, es como si un policía fuera el árbitro del
Real Madrid-Barcelona y como si en el desarrollo del encuentro Villarreal-Depor hubiera un
delegado gubernativo en la banda.
Dicen que ya no hay en España poderes
fácticos. Falso. Queda un poder fáctico, que manda más que los militares en la
transición: el fútbol. Un amplio dominio, donde todo aquel que quiera medrar tiene el
ancho campo de las pasiones y hasta de las violencias. ¿Cuándo ha habido espectadores
asesinados a la entrada de una corrida de toros? Y ese mismo Estado que controla hasta el
último arpón de banderilla en los toros, consiente que el fútbol se haya convertido en
el mandarinato de unos señores que para su negocio particular han comprado la imagen de
marca de unos colores históricos. Nuevos ricos que han convertido clubes y sentimientos
de la afición en su cortijo particular, donde hacen y deshacen a su antojo, y se lucra de
los millones de la televisión. Que a uno de estos mandarines, como Jesús Bigil (Gil y
Gil es Bigil) le ajusten las clavijas y le toquen los costados no es otra cosa que empezar
a poner las cosas en su sitio. Por muy verdadera fiesta nacional que sea, el fútbol no
puede quedar en Un territorio con jurisdicción exenta, donde todo dinero negro tiene su
asiento y todo nuevo rico sin principios queda automáticamente convertido en un poder
fáctico en cuanto compra un club. |