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La Plaza del Salvador de Sevilla, una de tantos
lugares de la Vandalucía de la movida |
No quiero ponerle paño al púlpito de la Historia, porque luego viene el
medievalista, por ejemplo el profesor Manuel González Jiménez, y te pega con el manual
de Aguado Bleye en toda la boca. Pero me preocupa que nuestra tierra vuelve a dar la
imagen de pueblo de bárbaros. De Vandalucía. Vándalos y alanos, ¿no? Bueno, pues
vándalos. Tribus urbanas, como ahora se dice, de vándalos...
-- Eso de las tribus urbanas tiene mucha
gracia...
-- ¿Por qué?
-- Porque tendría que haber en
contraposición unas tribus agrarias, y no las hay...
-- Sí, hombre, la tribu agraria de los que
viven de la subvención del girasol, y las tribus agrarias que están todo el año mirando
al cielo... de Bruselas.
Me preocupa esta imagen de una Andalucía
de parques destrozados, paredes pintadas, rincones meados, plazas históricas y
monumentales llenas de monumentales e históricos cristales de botellas rotas. Cada noche
es triste noche de los cristales rotos. Pasas por cualquier lugar una mañanita, y es un
estercolero de vasos de plástico hechos trizas, de bolsas de supermercado de fortuna
donde venden las botellonas y los cubitos de hielo, cuando no de vomitonas en los umbrales
y casapuertas. Y esto ocurre no solamente en las grandes ciudades, sino en los pueblos.
Como todo se pega, menos lo bonito, hay por ahí cada pueblo con una movida que tiembla el
misterio de la subida de la Asunción de Cantillana al barandal del cielo, por decirlo en
copla de Juanito Valderrama, mis saludos a usted y a Dolores Abril, don Juan...
No sé a España, como decía el otro, pero
a Andalucía no la conoce ni la madre que la parió. Precisamente aquí, paradójicamente,
es donde más han mandado y durante más tiempo los que querían poner a España de modo
que no la conociera ni su madre. Las abuelas tenían a gala, en el pueblo, ser limpias
como los chorros del oro, tener la casa como una patena. Cada mañana, sacaban el cubo de
agüita fresca, y con la manita, palmada de limpieza a palmada de limpieza, iban regando
el trozo de su calle. Para que no se levantara polvo cuando, luego, la barrían con el
escobón. Las plazas de los pueblos y las calles de las ciudades, sin tanta Cultura de la
Ecología, tantos verdes y tanta leche migá con sopas gordas, eran una maravilla de
limpieza, de cuidado público.
¿Qué ha pasado aquí, que de aquellas
abuelas del escobón barriendo la calle en el pueblo hemos pasado a los nietos en las
ciudades dejando los lugares de la movida como pocilgas o zahurdas, según los casos?
¿Qué ha ocurrido, que de aquel pueblo andaluz respetuoso con los signos de su pasado,
hemos llegado a estos nuevos vándalos por los que tienen que vallar los jardines, cerrar
los parques, trasladar las estatuas? En Sevilla ha ocurrido un hecho que es toda una
radiografía social. El Ayuntamiento se va a tener que gastar una millonada en restaurar
el Monumento a la Tolerancia de Eduardo Chillida, porque los nuevos vándalos de
Vandalucía han puesto la escultura que da penita verla, entre pintadas y meadas, al estar
situada en el epicentro de la movida ribereña de la noche guadalquevireña, toma letra de
sevillanas, Peña... Es para caerse de espaldas que no respeten ni el Monumento a la
Tolerancia. O que le corten las manos a los tres amores de Bécquer, o que se encalomen en
el Monumento a la Constitución de 1812. No sé si históricamente será así, pero
Andalucía ha vuelto a ser Vandalucía.
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