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Sólo los que sucedieron a González se han
ocupado de "su" Bellavista |
En aquella ciudad del Sur de España
había una barriada a la que Bellavista llamaban, ya que desde sus alturas se divisaba en
la lejanía la hermosura de la capital, presidida por una Catedral con una torre mayor
donde una veleta en forma de muchacha de bronce las caricias del aire recibía. Barriada
en otro tiempo famosa por una Real Venta, que llamaban de Antequera por el apellido de su
dueño, y no por la ciudad del Efebo como muchos creían, donde, por días abrileños, las
corridas de toros ponían de manifiesto en corraletas, acudiendo muchos a contemplar
miedos en pitacos de Saltillos, arrobas de Miuras o cinco yerbas de Murubes.
Y llegó un tiempo en que en dicha barriada
dicen que nació un hombre que mucho poder en las Españas tuvo, no por su voluntad, sino
por la de sus paisanos y ciudadanos de estos Reinos, que en él depositaron, con los votos
que le dieron, las esperanzas de que muchas cosas cambiaran de las que mal andaban en la
gobernación de la nación que acababa de pasar de una dictadura militar a una
constitucional Corona ceñida por el nieto del Infante Don Carlos. Cercada de fábricas de
techos de fortuna, que uralitas les decían, o de aquella otra donde con loza cartujana
hacían lavabos, y que alguien cerró, lavándose las manos en ellos y dejando a muchos de
sus moradores en el paro, Bellavista se convirtió pronto en mito proletario de la nación
de aquel hombre con tanto poder en las Españas, que mucho de Bellavista alardeaba, para
insistir en la condición pretendidamente humilde de su cuna, como fingido azote de
poderosos y paño de lágrimas de los que nada tenían.
En la abandonada cal de las corraletas de
los contemplados toros abrileños, la historia de Bellavista cuenta que cuanto más su
nombre se pronunciaba por todos estos reinos como patria de aquel hombre que tanto poder
durante tantos años tuvo, menos los gobernantes de ella se ocupaban. Vieron cómo se
cerraban sus fábricas, en las que muchos su honesto pan se ganaban; contemplaron cómo la
carretera que a la barriada en dos partía, con riesgo de vidas y carnes abiertas de las
madres de los niños que salían del colegio, seguía cercando con altas vallas, con muros
de medianeras, al berlinés modo, tan hermosa visión de Bellavista.
Muchas esperanzas defraudó aquel hombre
que presumía de ser de Bellavista, y con oscuros y turbios asuntos lo mezclaron, hasta el
punto que los mismos que tanto poder durante tantos años le habían dado, en un abrir y
cerrar de ojos se lo retiraron, retirándolo también de la gobernación de estos reinos.
Ocurrió entonces la paradoja de que
precisamente cuando ya no mandaba el que tanto presumía ser de Bellavista, fue justamente
cuando la barriada quedó liberada del dogal de la carretera, pues los que vinieron
mandando cuando el de Bellavista había sido ya mandado a su casa, fueron precisamente los
que se ocuparon de Bellavista, y aquel camino de la muerte y del temor de las madres
desviaron por calzadas nuevas. En un bulevar de árboles y esperanzas quieren ahora
convertir la antigua carretera, y a buen seguro habrán de conseguirlo sus vecinos.
Quienes por las tardes, ante la desierta cal de la antequerana real venta, suelen pensar
en la razón que tenía quien dijo que suele presumirse de aquello de lo que se carece, y
que Bellavista fue para aquel hombre con tanto poder una fábula de presunciones, un
cubilete más en su embaucador trile de engañador tahúr de la cal de las Sierpes.
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